“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.

A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.

Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...

sábado, 3 de diciembre de 2011

HAN LLAMADO DEL HOTEL METROPOLE...







Han llamado del hotel Metropole... 









     El miércoles llamaron. Era de la mismísima dirección del hotel.
     No recuerdo si dijo Luigi... sí, Luigi Bassadine. Querían que estuviera al tanto  de las novedades sobre el asunto de la reclamación por la lamentable pérdida de parte de mi equipaje. Creí que la cuestión hacía tiempo estaba cerrado. Ya asumí, a regañadientes,  el revés de la contingencia. Pero me daba razón de una lista de valijas en su día dadas por, definitivamente, perdidas, puestas a disposición de los clientes que ahora pudieran demostrar ser sus legítimos dueños. Estuvo amable; escueto pero servicial. Con una especie de alborozo contenido me describió el variopinto muestrario de bártulos en consigna que aún, nadie, había requerido. 
     Bien. Ahí podrían estar los que con tanto denuedo he intentado rescatar. 
     Volvió a pedirme datos acerca de su extravío, la fecha: sobre el ocho de junio de 2010. El número de habitación, la hora de partida... el catálogo de enseres y su aproximado valor... Yo le fui contestando con prudente frialdad. A distancia es difícil discriminar lo que más se echa en falta. Quizá se obvian pertenencias imprescindibles que lo son en un instante, y en el siguiente dejan de serlo. Es complejo recitar el memorándum exacto de la necesidad, o de la añoranza.
     Sentí un vuelco de esperanzada alegría y un cierto chispazo de incredulidad. No  concebía a ningún Piero, Francesco ni Luigi avivándome la posibilidad de recobrar el bagaje que debió quedar allí, varado frente a La Laguna. Y al colgar, reconozco que el acento del signore Bassadine me soliviantó.
     Quizá haya que volver a la Riva Degli Schiavoni 4149. También lamenté mucho que se me olvidara sentarme en alguno de los bancos que miran a la Isola di San Giorgio Maggiore, y que están reservados para exclusivo solaz de los huéspedes del hotel (aunque de hecho puede disfrutar del enclave cualquier paseante, obedeciendo al único requisito de que desee hacerlo).
     Quizá sea verdad que, al cabo, vuelva junto a la Chiesa della Pietà a olfatear el fantasma fabuloso de Vivaldi. 
     Quizá me esperen los gondoleros indolentes del Cavalletto & Doge Orseolo. Quién sabe...
     ¿Volver?
     ¿Es posible?
     ¿Aún?









     ¿Podría ser?
     No contaba con ello. Era una posibilidad remota.
     Creí que aquellas maletas reposaban ya en el fondo del Gran Canal. Que su precioso contenido se había ido a pique, entre  pilotes de madera y verdín.
     Y que el lodo veneciano las había atrapado, irremediablemente.


     (Confieso que, también en lo más profundo y oscuro de mi alma, no me parecía un mal final.  No hubiese podido escoger sepultura más admirable. Y casi las sentía corroerse en esdrújula decadencia, a la par que el aliento álgido de Longhena).




     Pero Luigi Bassadine me ha asegurado que han encontrado un sinfín de efectos personales.
     Y yo quiero recuperarlos.



¡Dios, aunque haya que volver a Venecia!






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