“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.

A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.

Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...

miércoles, 23 de marzo de 2011

R E I N A

Segundo Premio del XXI Certamen Literario "Álvarez Tendero"



R E I N A


(Gnossienne nº 3. Erik Satie)

Yo nunca leía los horóscopos porque alguien me había comentado cómo se confeccionaban y porque aunque empezara desde Aries para llegar a Piscis cualquier contingencia tenía que ver –igual que la letra de las canciones- con mi vida o con mis expectativas. Aquello de “el amor está cerca” o “ una novedad va a irrumpir en su existencia”... ¿a quién no le venía como anillo al dedo?.
Yo nunca leía los horóscopos y sí las ofertas de trabajo. Cada vez con mayor desgana, con mayor tristeza casi teñida de autocompasión. Porque jamás lograría vivir de aquella carrera tan hermosa, tan de letras, tan difícil... encontraba más belleza en Jenofonte que en los gráficos de Microsoft... y la prosodia, en este siglo, parecía absolutamente inútil. 

Debí haber nacido en el anterior, cuando aún se respetaban las leyes de la hospitalidad, y se daba culto a los mitos y un aroma neoclásico impregnaba las glorietas cursilonas de los parques y los niños, nada más mudar los dientes, conjugaban aoristos. Pero entonces, y eso también era un importante matiz, debería haber nacido hombre. De cualquier modo no creía en la astrología ni era aficionada a la página de pasatiempos porque el tiempo se me pasaba solo, sin tener que rellenarlo con las siete diferencias ni aguzar la vista intentando condimentar la sopa de letras. Ya tenía en mi cabeza mi propia ensalada de letras, y era tan caótica que se mezclaban en ella una lánguida gamma con el último recibo de la comunidad.
Había concertado una entrevista en la empresa de telemárketing. No les parecí mal. Y me habían citado para el siguiente lunes. Soy muy modesta, pero he de reconocer que tengo una bonita voz. Tendría su importancia, eso pensaba, un tanto ingenuamente, ya que de lo que se trataba era de promocionar un tratamiento “antiedad” y ser convincente con el listado de señoras de acreditada madurez en mi mano. Vendería mucho. Siquiera por demostrar que podía vencer aquella especie de estigma con el que me señalaban y que me lastraba con la sempiterna etiqueta de ser poco práctica.
Cada mañana acudía a impartir mi clase particular a un chiquillo que se había fracturado las piernas en plena travesura y que no podía asistir a clase porque en el colegio no había ascensor y sólo acceder a él ya era suficiente odisea para los profesores entrados en carnes, puesto que el portón principal estaba exactamente a doscientos veintiséis escalones, en una acrópolis, perdón, en una especie de promontorio quiero decir, que había quedado dominando la autovía.
Al pequeño desesperado tenía que mantenerlo al día con la lengua y la literatura, pero él se aburría y su única pretensión era que las horas transcurrieran rápidamente y que las corazas de escayola repletas de firmas y dibujos japoneses quedaran para siempre en el hospital.
El jueves vi el cartel.
Nada más salir del portal. Pegado con cinta adhesiva al buzón de correos.

“Se ha perdido una perrita que atiende por Reina. Es pequeña, blanca, dócil y muy cariñosa. Ve mal. Por favor, si la encuentra pase por el nº4 de la calle Salazar”.
El letrero estaba situado a baja altura, sin embargo los caracteres, aun siendo claros y en letra de imprenta, evidenciaban un trazo temblón y en las mayúsculas un remate un tanto caligráfico. “O un niño o un anciano -pensé- qué propio... se le habrán quitado las ganas de comer. Y no hará más que gimotear, mirando por la ventana. Dando vueltas en la cama y sufriendo al imaginarse a Reina deambulando para pasar la noche enroscándose en cualquier rincón”.
El nº 4 estaba a diez casas de la mía. Igual hasta me había tropezado con la perrilla y su amo infinidad de veces; pero no lo recordaba. Entonces tuve la certeza de que yo la iba a encontrar. Que atravesaría el nº 4 para dar una alegría a su dueño. No prometían recompensa. Sí, quizá era un anciano. Quizá el anciano aún creía en un mundo que se alimentaba de buena gente y buena voluntad. Quizá para el anciano era obvio que si alguien la reconocía correría con ella en brazos hasta llamar a su puerta. Quizá simplemente el anciano no podía recompensar más que con unas lágrimas de gratitud y una caja de galletas surtidas.
Lo cierto es que a la vuelta di un largo paseo buscando a Reina con la ilusión de poner término a  la inquietud del humano y  la pesadilla del animal.

 La llamé por el jardín público y por los callejones de los alrededores. La busqué por la avenida en obras –si veía mal podía haberse caído en una zanja- y por las cercanías de la arboleda. Miraba a un lado y a otro, sin ser muy consciente de que la buscaba. Hasta que me fui a casa del mal humor sin saber por qué, aunque era evidente. Hice exactamente igual el viernes, el sábado y el domingo.
El lunes me arreglé con esmero para causar buena impresión en el presunto trabajo, a ellos tanto les daría, total, para vender por teléfono... Nada más salir me topé otra vez con el letrero, que se me tornaba cada vez más ansioso, más urgente. Crucé la calle y me dirigí a la parada del autobús.
 Esperaba en la cola cuando la vi. En la plazoleta. Merodeaba moviendo el rabo en torno a unos obreros que desliaban el bocadillo. Era pequeña, blanca... y sin duda muy dócil. El autobús llegaba... pero yo ya no subí a él. 
“¡Reina! ¡Reina!- la llamaba excitada mientras me iba acercando. El pobre animal me esperó, como si me conociera de toda la vida, como si no hubiese nunca hecho otra cosa que esperarme. Rebusqué en mi bolso; sólo tenía un caramelo y se lo ofrecí. Se lo llevó entre los dientes sin vacilar. Me acuclillé a su lado y le rasqué la cabeza mientras le buscaba el collar, pero no tenía. Me movía el rabo alegremente y se dejaba hacer. Así que cuando creí que le inspiraba suficiente confianza la tomé en brazos, a lo que su cuerpecillo opuso una leve resistencia. Me sentía tan satisfecha que ni reparé en el autobús, que hacía rato se había marchado sin mí, como sin mí transcurría la hora de la entrevista con la nueva cosmética del milenio.
Cuando llamé al nº4 estaba intentando establecer la equivalencia del número aproximado de botes de crema que hubiera tenido que colocar para sentir una plenitud semejante. Abrió una mujer que respondía con bastante exactitud a mis hipótesis; tendría sobre setenta y muchos si no ochenta y pocos. Era menuda y al quedarnos frente a frente, con expresión algo sorprendida, subrayó intensamente su silencio con un vaivén descontrolado de cabeza.

-¡La encontré!. Buenas noticias, señora, le traigo a Reina. ¡La he encontrado!

-Pase usted, hija, pase...

Cerró la puerta y me invitó a sentarme en un pequeño sofá. Yo instaba a Reina a saludar a su ama. Pero aquel encuentro emocionante, pese a mis expectativas y mi impaciencia, no se produjo.

-¡Vamos, Reina, qué no se diga!. ¡ Saluda a tu ama, lo preocupada que habrá estado por ti!

-Pero...

-Es aquí ¿no? ¿no se le había a usted extraviado una perrita?

-Sí...- afirmaba, aunque el movimiento su cabeza era pura negación- sí.... pero no es ésta... ésta no es...

-¿Cómo?



-Se parece... algo. Pero no es.




Noté un mazazo de desilusión. Un mazazo que casi se tornaba audible en forma de risotada, como si una voz malévola y burlona, entre carcajadas, me llamase idiota.

-Siéntese...- me insistía la anciana- lamento que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí... ¡qué más hubiese querido yo que ésta hubiese sido Reina!... como es usted muy joven la voy a tutear. Ahora iba a tomar un poquito de café ¿quieres una taza?

De repente me sentí inútil y como mi ya amigo Prometeo, sostenía el peso de mis tontas ensoñaciones sobre mis espaldas. Se me venían a la cabeza los slogans de la pomada antiarrugas y la entradilla con que supuestamente había que abordar con éxito los prolegómenos de la venta telefónica. Le dije a la pobre señora que no, que me iba, que tenía prisa -siempre se tiene, en estos casos-, pero a cada excusa me iba encaminando hacia la cocina y cuando el café molido, por culpa del Parkinson, espolvoreaba la encimera, me descubrí a mí misma llenando la cafetera, mientras la falsa reina, la corriente callejera desvergonzada, trataba de rebuscar algo comestible en el cubo de la basura.
Tomé el café con doña Julia en unas pequeñas tacitas de china que yo misma, según sus indicaciones, saqué de la vitrina. Mientras sus manos huesudas temblaban y temblaban. Y temblaba su cuello y su cabeza, y temblaba su voz.

-Hoy estoy muy mal... no sé qué me pasa... pero hoy estoy incapaz.
Me sorprendí siendo consolada de mi decepción; como si tal fuese para mí más palpable que para ella misma. Me sorprendí triste y autodiagnosticándome debilidad para combatir en el circo en el que me había tocado combatir –tengo deformación con la historia antigua y razono a base de metáforas- a fin de cuentas el mundo cuyos resortes mejor conozco.... dioses, gladiadores,  héroes y mitos... .Poco tenía que ver nada de lo que me rodeaba con todo eso. Era, sencillamente, una tonta buena persona y por lo tanto... una condenada a ahogarme en un mar tan proceloso como la vida.
Doña Julia, a todo esto, intentaba agasajarme como a un niño pequeño. Hasta con peladillas.
Así que me atrapó.
Me conmoví hasta la médula en aquella casa modesta y ordenada que proclamaba decadencia y soledad. Olía a humedad, a ese poco trasiego de quietud y vejez, una especie de impregnación en la madera a sopicaldo triste y ropa sin renovar. Doña Julia no tenía televisor ni asistenta. También la escasez se puede oler. Un tufo a acomodación venida a menos, a recontar en la cartilla la pensión insuficiente. Poco sol y algunos objetos exquisitos, defendidos con uñas y dientes, en el estante recóndito de un mueble proclamando hitos de décadas pasadas. Claves de nostalgia inmóvil, intraducibles y cómplices. Sencillos y entrañables en sus misterios. Arcanos en el transcurso del tiempo.
Allí pasé la tarde, sosteniendo aquella añosa mirada azul donde aún latía la intensidad. Tanto que, al volver a notar el fresco de la calle, levemente contagiada, a todo decía un insistente no con el gesto. Al salir me llevaba a la inocente impostora, a la reina destronada desde sus orígenes, que delataba la imposibilidad de ser la que podía haber sido, con el continuo movimiento agradecido de su rabo. A la verdadera Reina, con días, se lo cortaron y su alegría era la oscilación rápida y nerviosa de un muñón. Cuando entré en mi casa yo misma olía a recuerdo añejo, a ternuras intermitentes y ansiosa interrogación. Llegué con la perra a cuestas, liberada de vender juventud mentirosa, extractos placentarios para retomar la vanidad. Aquella noche dormí con Dido, que también era reina aunque de otro país -a mí me gustan los mitos-. Dido a mis pies y Doña Julia sobre mis ojos, instalada, con aquel desquiciante temblor, en mi cabeza.

Al día siguiente paseé por enfrente de su casa y la adiviné tras las persianas. Desvaída y silente. Aguardando un timbrazo y la compañía perdida. Al cabo de tres días no resistí la tentación de entrar a preguntarle si había novedad. Merendamos de nuevo juntas. Y sospeché que no había comido. Se lo di a entender con cautela.
-Me baila hasta el estómago... -murmuró en tono de disculpa. Y un poco después me confesó que evitaba trajinar con el fuego. Que estaba torpe de movimientos y temía provocar un incendio. Que no confiaba en su memoria. Que qué pena.... que todo el día callada o dándose y quitándose la razón. Que qué ironía... venir a encontrarse a solas con su consciencia cuando su consciencia ya no era de fiar.
Doña Julia tenía un acento cálido e indeterminado, un cuerpo pequeño y una tez clara, salpicada de manchas oscuras, el deterioro de los años, pero destellaba en ella un vago vestigio de la mujer hermosa y distinguida que, sin duda había sido; sus rasgos finos y la intensidad de su mirada así lo proclamaban, con una particular sonrisa, serena y acogedora que me sugería la pervivencia de una capacidad de soñar... soñar aún. Yo le preguntaba por Reina, y ella me respondía interesándose por Dido, como si la ausencia de su única compañera no le estuviera produciendo la inquietud y la zozobra que yo esperaba. Conversaba temblorosa y pausadamente, construyendo las frases de modo cuidado, con un vocabulario matizado y culto. Cuando regresé a casa no conseguía desprenderme de su magnetismo, y deseaba saber de su pasado y de su soledad.



No sé cómo se fue adentrando en mi vida ni de qué forma un domingo por la mañana me sorprendí dejando todos mis planes para presentarme en su casa con una ollita para almorzar juntas las dos. Se azoró como si la embargara una vergonzosa indecisión, pero cuando extendió un mantel antiguo con vainicas  tenía una expresión tan gozosa, tan gozosa, que no podía ser verdad. Comió con un relativo apetito bajo mi mirada atenta, mientras me comentaba anécdotas y yo paseaba mi vista por las fotografías distribuidas por la casa. Me atraía sobre todo una, un primer plano de un muchacho de ojos grisáceos, pelo ensortijado y sonrisa perfecta.

-Mi hijo- explicó alargándome el marco.

-Qué guapo, Doña Julia... -elogié con sinceridad- estará usted orgullosa.

-El mejor hijo del mundo. Tierno, sensible, inteligente, voluntarioso... mi amor. El mejor hijo que una madre pudiese aspirar a tener...

No quise interrumpir su pugna por evitar las lágrimas, pero interiormente me indignaba que tan maravilloso hijo no se ocupara de ella algo más. No me permitió seguir con mis injustas elucubraciones: Luis, así se llamaba, el mayor. Un accidente estúpido truncó su vida cuando comenzaba una carrera brillante como concertista. Un algo tan absurdo, tan inconcebible... tan inexplicable como un resbalón en el baño. “Para volverse loca, hija... para volverse loca- me repetía una y otra vez- La pena más grande que se pueda imaginar...”
Terminamos con las manos enlazadas, apuntándonos mutuamente retazos de esperanza salpicados de confidencias. Mi talante casi grotesco de puro ingenuo... sus años de rumiar músicas queridas y tonos de voz ya inexistentes... mi mediocridad flagrante... su resignación a desaparecer sin dejar a nadie atrás... mi lastre de hipersensibilidad inútil...
La ollita volvió a viajar de mi casa a la suya casi a diario. Después del paseo a Dido invariablemente terminaba allí. Al principio, porque una especie de irrefrenable compasión me hacía creer que aquella vieja dolorida y dulce que se extinguía sabiamente a golpe de temblores inconexos, sepultada en un desierto de afecto... ante  la indiferencia de todo un planeta... me necesitaba. Muy pronto porque comprendí cuánto, cuánto la necesitaba yo. Su fuerza, su apoyo, su energía cuando me hacía sentir especial y valiosa... cuando me hacía reconocer cuánto ignoraba acerca de mí misma, de lo que no me consentiría renegar.
 Arrugada y empequeñecida... era a veces el motor de mi voluntad. Se me hizo imprescindible; su comprensión, sus opiniones certeras... sus consejos, que eran una brújula inestimable.
Descubrí  que la quería una mañana, cuando me enfadé por haber puesto sal en el cocido, y me llamé estúpida porque la sal a Doña Julia no le convenía. Descubrí, al poner el acento en la u, que lo del horóscopo era cierto, que el amor estaba cerca. A diez casas. Supe que la quería. Que la quería mucho. Que sus palabras me importaban, que su dolor me causaba dolor, que necesitaba saber que  me esperaba y que, cuando al marcharme le abrigaba las piernas con una manta de viaje, sus ojos azules me seguían con una paz inexplicable y yo me henchía de bienestar.
A los pocos meses de nuestra extraña amistad Doña Julia sufrió una angina de pecho. Vi la U.C.I. móvil desde mi ventana y me sobresalté. Corrí por la acera presa de nefastos  presentimientos. No hacía falta ser una maga.



La acompañé en la ambulancia hasta el hospital, viendo languidecer sus ojos en su palidez de mater dolorosa envejecida.
Pero ganó la batalla; frágilmente, provisionalmente.
Estuvo en el hospital bastantes días. Yo me separaba de ella lo imprescindible. Le leía, le contaba episodios hilarantes de mi vida que la hiciesen sonreír... vigilaba que cumpliese las prescripciones médicas... pero doña Julia era una magnífica paciente. Jamás protestaba, jamás molestaba... se pasaba el rato rogándome que la excusara por abusar.
Siempre que me hablaba de su hijo el músico se refería a “el mayor”, por lo que deduje que había tenido más hijos, de los que sin embargo no me habló, si bien aludía a varios nombres propios muy familiares. Luego se quedaba silenciosa y parecía debatirse en hondas reflexiones, hasta que se fatigaba, encogiéndose de hombros, como disculpando a quien fuese o lo que fuese. Yo adivinaba alguna historia difícil de explicar. A través de nuestras charlas supe que su marido había sido periodista e incluso alcanzó una cierta fama en la provincia. Gozaron de una posición desahogada y bastante relevancia social. Las tertulias de su casa eran célebres, y participaban en ellas literatos locales y músicos. La música había sido siempre su gran pasión. Pero ni de su viudedad ni de sus otros hijos me habló. Así es que cuando el médico preguntaba por los familiares siempre me miraba a mí. Y yo terminé por recibir las explicaciones y aventurar líneas de actuación para cuando le diesen el alta. A la postre terminé haciéndome cargo de la situación. Volvió a casa en una silla de ruedas y yo me instalé en su cuarto, en una cama portátil que aquella misma tarde me apresuré a comprar en un hiper, incapaz de dejarla a su suerte, cuando la vida, tan rica, tan plena de intensidades y emociones se le escapaba discreta y silenciosamente, como en consonancia con su persona. El cardiólogo, en el pasillo, me advirtió de lo precario de su estado. Su corazón no aguantaría mucho más. Yo lo escuchaba con la espalda apoyada en la pared, mientras los sollozos se agolpaban en mi garganta y mis dedos rompían en mil pedacitos un pañuelo de papel.

-¿Llegará a su cumpleaños?-le pregunté esperanzada.

-¿Cuándo es?

-A finales del mes que viene.

El hombre se quitó las gafas y las limpió en el filo de la bata, en una maniobra inconsciente para no mirarme al fondo de los ojos.

-No lo sé.



Pero sí lo sabía.
Adelanté su regalo de cumpleaños. Un regalo que a mí me ilusionaba más que nada en el mundo. Algo que yo había minuciosamente preparado, ideado a raíz de las charlas pausadas a lo largo de las cuales ella me había ido contando cómo uno de los momentos más inolvidables de su vida se produjo cuando cumplió cincuenta años. Su marido le regaló una joya exquisita y para agasajarla preparó la actuación de un quinteto de cuerda, compañeros de su hijo, con la intención de que interpretasen especialmente  para ella el Concierto nº6 de Arcángelo Corelli, el preferido de Julia, por ser el que tocaron un lejano  día de Navidad, cuando se conocieron. Una contingencia impidió que los músicos llegaran, por lo que Julia se quedó sin la segunda parte de su regalo. Cosa que siempre lamentó.

-Doña Julia, muchas felicidades por su cumpleaños.

-No es hoy, preciosa... aún falta un mes.

-¡Qué cabeza la mía! ¿cómo he podido confundirme?

Yo estaba nerviosa ante la perspectiva de darle aquella sorpresa. A media tarde llegó el quinteto. Muy jovencillos, alumnos del Conservatorio. Los había esperado a la salida de las clases y les propuse una actuación. Cobraban diez mil por persona. Yo no sabía cómo, pero estaba dispuesta a pagar. Sugerí mi idea y se rieron. ¿Un concierto a plazos?. El viola incluso dijo que sin mediar dinero y el violonchelo se sumó. Se ablandaron y llegamos a un acuerdo: la mitad. 


Se distribuyeron por el salón y allí conduje a doña Julia que empezó a aplaudir débilmente, mirándolos y mirándome luego mí, con los ojos brillantes de entusiasmo. Sonaron las notas de Corelli, especialmente para ella. Yo me salí de la habitación. No podía compartir su regalo. Y además me traicionaban mis sentimientos. Los muchachos se portaron extraordinariamente y cuando se marcharon Julia se abrazó a mí, temblando de emoción, dándome las gracias con una alegría absoluta, confesándome que era feliz, feliz, feliz.
A los cuatro días murió. Dormida. Acaso diría que aún la embargaba la felicidad, si es que alguna muerte pudiese sobrevenir en ese estado de pura entelequia. ¿Lo precipitó mi imprudencia al someterla a aquella intensidad?. Tengo mi conciencia en paz. Prefiero creer que tuvo lo que le pertenecía. La oportunidad de sentirse vital, extraordinariamente vital y única... cuando ya apenas restaban bazas.
Me ocupé de todo. Fue sorprendentemente rápido o yo no tuve tiempo de aceptar que aquella aventura terminaba. Después de tantos años de compartir la misma calle ignorando nuestra mutua existencia para llegar tan tarde, tan irrecuperablemente tarde. Me sumergí en un estado de paradójico vacío, un contraste nuevo, entre la satisfacción y el desencanto. Entre la tristeza y una desconocida serenidad. Luego, una vecina me hirió como suelen herir los necios; con patrañas y vulgaridad. Sonriendo como me figuro deben sonreír los espíritus  maléficos, oscilantes entre la mezquindad y la envidia.



-Al final todo tiene su recompensa ¿no crees?... bregar con la pobre vieja que no estaba buena de la cabeza... pero mira por dónde sabías lo que te hacías... me ha dicho un pajarito que la casa te la deja a ti.

Yo enmudecí. Temiendo por un instante que fuese cierto. Que la hermosura se pudiese contaminar. Horrorizada de que doña Julia, en algún momento, hubiese podido sospechar un solo atisbo de interés.
Cuando días después llamaron a la puerta de mi casa, al abrir me quedé sin aliento:Luis, el hijo muerto, acudía desde el mismísimo Hades a entrevistarse conmigo. Algo envejecido, con menos pelo y un poco más gordo que en la foto. Fue tal mi conmoción que él debió notarlo. 
 Le hice pasar, mientras Dido lo olisqueaba, sin aullar, que es lo que se supone que un perro debe hacer frente a un fantasma.

-Usted... usted... el hijo de doña Julia... usted... ¡no ha muerto!

Y se sonrió. Se sonrió como disculpándose por no haber muerto, por no ser el hijo de la difunta, por no ser pianista, por haber estado de viaje durante todo el mes anterior...
Había sido un antiguo alumno de doña Julia, cuando ésta era la temible catedrática de instituto que llevó por la calle de la amargura a generaciones enteras de estudiantes. Era abogado, había mantenido un estrecho contacto con ella y venía a aclararme algunos términos de la carta que ella misma le había hecho llegar.
 Doña Julia, ciertamente, no tenía herederos. Toda su vida permaneció soltera. Y la casa que supuestamente me transmitía, sencillamente no me la podía legar puesto que su permanencia en ella se debía al puntual pago de una renta antigua. El dueño se había ofrecido incluso a sufragar los gastos de una residencia, pero ella se había negado arguyendo la esperanza de conocer aún a gentes que mantuviesen su ilusión. Doña Julia no tenía nada, nada en propiedad. Nada, salvo su corazón y los hilvanes de sus recuerdos, alterados por la enfermedad. Luis... su alumno predilecto... su hijo de algún modo. Quizá a él lo amaba más que a ningún otro. La confusión del amor.
Nos fuimos juntos a comer. A él le había contado que tenía noticias de su única nieta. Lucía se llamaba, como yo. Que era dulce y discreta. Que vivía en Argentina, en un rancho modesto y era feliz. Que esperaba pronto fotos y cartas. Que se casó allí muy joven y muy enamorada, y su alma era luminosa y grande como el paisaje de la Pampa. Que estaba lejos pero era feliz.
Hablamos sin cesar. Sintiéndonos sobrecogidos por constituir los retazos de amor de aquella mente distorsionada, que nos sabía propios y lejanos. Cercanos y ajenos.
Le conté cómo la conocí. Y cómo me apenaba que el hecho de que Reina nunca apareciera. Luis me sonrió. Fue a decirme algo pero se llevo la copa a los labios y bebió lentamente entornando los ojos.

-¿Qué me ibas a decir?- le pregunté.

-Nada... nada. No tiene importancia- evitaba mis ojos.

-Estoy segura de que sí...-insistí.

-Bueno... -esbozó  un gesto de duda y al final me sostuvo la mirada tan profunda,  tan cómplice, tan  sugerente.

-¿Sí? -le animé a continuar.

-Doña Julia jamás tuvo perro.



Abrí la boca y no pronuncié nada. Guardamos silencio. Yo estaba a punto de llorar. Pero no era decepción sino una especie de extraña alegría, de emocionado alivio.

-No se llamaba Reina ni de ningún otro modo. No la tenía, por tanto no se perdió y tú no  pudiste  dar con ella. Creo que recogiste a otra... pero fueron las  puras ganas de que lo que querías ocurriera... hasta le encontraste parecido... Julia pegó carteles por el barrio. No había ningún número de teléfono en ellos, pero ella estaba absolutamente segura de que alguien llamaría a su puerta. Por descontado que era un pretexto. Alguien que captara la magia de esa llamada. Alguien que supiera oír con el corazón. No le interesaba cualquiera, doña Julia tenía sus métodos. Siempre fue una mujer muy intensa, de una enorme personalidad. Doña Julia era muy especial, sólo le interesaba la gente muy especial. Como tú.

-Y como tú -le interrumpí.

-Posiblemente deseaba que nos conociéramos. Por eso me encargó que, a su muerte, te entregara en mano algo muy preciado para ella... -rebuscó en un bolsillo y me extendió un pequeño objeto junto con un sobrecito cerrado- quería que fuese para ti... me dejó tu dirección. Quería, estoy seguro, que mantuviésemos esta conversación.

Abrí la cajita y encontré el legado material de doña Julia. Algo de lo que jamás, jamás me podré desprender.
Era una miniatura en oro blanco, una montura antigua. Un perro de factura extraordinaria. Circundaba el cuello una filigrana de collar en brillantes, los ojos dos esmeraldas, una de ellas algo opaca –acaso por eso Reina no veía bien-. La boca la formaba un diminuto rubí.
Rasgué el sobre, reconociendo de inmediato la temblorosa letra de la anciana, seguramente escrito en una de las muchas ráfagas de lucidez que le sobrevendrían.

“Te busca ésta, que atiende por Reina. Es pequeña y blanca. Dócil y muy cariñosa. Ve mal pero tiene un increíble olfato; tan bueno que ha sabido seguir tu pista y traerte a mí. Gracias por haber llamado al nº 4 de la calle Salazar. Yo estaba impaciente, porque aunque no te conocía te esperaba. Eres mejor aún de lo que soñé. Te quiero y te querré. Julia.”

Lo observé largamente. Conteniendo todo el alud de sensaciones que se agitaba en mi interior. En el reverso tenía una inscripción grabada que se me antojó íntima y secreta:

” A Julia, mi amor, en su 50 cumpleaños”.

Luis me apretó la mano y yo apreté la mía en torno a aquel objeto precioso, tan cálido y vivo como la piel del animal que tanto imaginé. Casi respiraba.
Seguramente era de naturaleza mágica.

Algunas naturalezas lo son.








martes, 22 de marzo de 2011

TRISTEZA DE ORANGUTÁN



TRISTEZA DE ORANGUTÁN   

   (Leí, hace mucho que los simios eran hombres malditos. 
                                                                                                               O quizá...)  




                 
                                            Acababan de darle la sentencia. 
                                        Y vislumbró el fin de la quimera.
                                        La ira ardía en roja pelambrera 
                                        Esperando, sin fe, una clemencia.  

                                        Aulló sobre la inmensa pajarera 
                                        De aquel vergel, que presagiaba ausencia. 
                                        Y se abrió, en un quintal de corpulencia,
                                        En el mapa de su cuero una tronera.

                                        Imaginó la caza y el balazo. 
                                        Apeló al buen Dios aunque era agnóstico. 
                                        Y hasta quiso ofrecer su cuello al lazo.

                                        Cerró los ojos y pensó en un nombre. 
                                        Encaró lo sombrío del pronóstico: 
                                        La inútil maldición de ser un hombre.



lunes, 21 de marzo de 2011

JORNADA I






Y ahora déjame.
Merezco la risa. Tengo compañeros con los que sestear un rato a la sombra de los pámpanos. Compañeros de conversación agradable. Aunque luchen no rezuman odio. Y si entrenamos con el gladium no nos damos refilonazos; nos divertimos... y hacemos un alto, bromeamos, nos llamamos por nuestros nombres y nos sonreímos. Así debe ser, mirmillón. Así, para no enloquecer. Ya es bastante que nos ganemos la existencia como nos la ganamos. Yo ya no quiero sino adocenarme. Hacer amistad con el hispano nuevo, charlar de cualquier cosa con el macedonio que es tan sagaz. Ya está bien, mirmillón. Tengo derecho. No me acorrales más. No te traiciono. Pero me ilusiona la vida. Ya no me empeñaré en que tú sientas lo mismo... pero yo sí deseo sobrevivir a la violencia. Yo sí, mirmillón. Haz tú lo que tengas que hacer.
¿No te das cuenta qué bonita está la ciudad con su muestrario variopinto de poder, de movimiento y de Imperio? ¿Aún no te has dado cuenta de lo hermosa que está Roma? Yo sí.

Yo sí.

JORNADA II


DECADENTIA



Ay, Mirmillón. Qué absurdo discurrir el de nuestra mutua muerte...
Se diría que hasta los espasmos de la agonía son ridículos. A nadie -ni a nosotros mismos- conmueven.
Cuánto más noble no hubiese sido un certera estocada en aquellos tiempos en que la plebe enrojecía gritando nuestros nombres.
Tú tenías tus partidarios.... yo los míos.
Y fui, poco a poco ocupando tu lugar. Usurpando tu jactancia. Fui desprendiéndome de lastres y aprendí a jugar sucio.
Me hice viejo como tú.
Y tú, poco a poco, tristemente, una sombra de ti mismo.
Fuiste conquistando el título que jamás hubieses imaginado soportar.
Sí, mirmillón, mira cuánta insolencia hay en mi tono.
Cuánta crueldad calma.
Cuanto odio ensalivado durante años.
Cuánta maldad.
Sí, Mirmillón, antaño terrible.
Ya no me das miedo.
Te has vuelto inofensivo como cualquier anciano que se protege del sol en una grada.
Cuánto mejor habernos devorado, como tú decías, una tarde de verano infame.
Soportando aquel calor y aquellos golpes.
¿Te acuerdas cómo dolía la carne?
¿Te acuerdas cómo escocían los rebordes abiertos del pellejo y cómo se apelmazaba en ellos la arena sucia?
¿Te acuerdas de aquel hedor de la lucha?
Olían nuestros vientres y nuestro sudor.
Olíamos al pavor.
Qué cierto es que los gladiadores no debemos morir de viejos.
Ahora, como añosos Ulises, regodeándonos en nuestra historia. Suplicando oyentes que nada saben de aquellas tardes.
 Implorando un chispazo de emoción en recuerdo de aquellos timbales que nos erizaban la piel. ¿Pero no oyes?
¿Es posible que la edad también te haya vuelto también sordo?
¿No escuchas cómo las trompetas de la decadencia braman muertas de risa?
Ah, gladiador...
¡Qué patético es el retiro para nosotros!
No conseguimos, al final, nada.
Ni tan siquiera que la gloria fuese más longeva que nuestra memoria.
Se nos ha muerto desnutrida.
Tú tienes mucha culpa. Pero no toda.
Eras más viejo, simplemente.
De vez en cuando algún otro carcamal te reconoce en la taberna y te convida a una jarra de mal vino.
¡Qué ironía, Mirmillón! Te lo bebes y das las gracias, casi con un acento dulce.
Tú, el bramador.
Mejor haberte abierto la garganta. Teselas rojas imitarían el caño de tu sangre en algún suelo patricio.
Y junto a tu nombre la Omega.
Tú...
 El de todos los abecedarios...


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