“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.
A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.
Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...
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Beato sillón
¡Beato sillón! La casa corrobora su presencia con la vaga intermitencia de su invocación en masa a la memoria. No pasa nada. Los ojos no ven, saben. El mundo
está bien
hecho.El instante lo exalta a marea, de tan alta, de tan alta, sin vaivén.
J.Guillén
Ay, don Jorge, don Jorge, tanto buscar la poesía pura... y la cagó.
Enlaces de todas los titulares recogidos. Si pinchas se cortará el lamento de Scalatti, puedes esperar a que termine si alguna de ellas te ha interesado; no busques la de la mujer de la foto y su pequeño hijo cadáver: no es noticia.
"De cómo el mulo se aunó a Don Román en la muerte y en la Vida Eterna"
Ocurrió
que Juan Manuel, apodado “El pelao” compró un mulo, que se había quedado ciego
y no servía en el campo, para carne. Tenía tratos con cierto matarife, que
vendía en salmuera el mulo por caballo y como caballo lo cobraba. Pero al poco
rato de marcha el animal, que desconocía el camino, se salió de la vereda y
vino a caerse por un pequeño terraplén. Debió partirse el espinazo pues quedó
inmóvil de los remos.
“El Pelao”, que era mezquino hasta la náusea, montó en
cólera al ver que la miserable ganancia se pudriría al solano en aquella zanja
y escupiendo blasfemias comenzó a apalear al pobre inválido. Acertaron a pasar
por allí los mozalbetes del pueblo, que se desperdigaban hacia sus casas y se
contagiaron de la saña de Juan Manuel, con lo que cada cual comenzó a dar
rienda suelta a su barbarie, el uno tirándole piedras, los otros azotándolo con
improvisadas vardascas. Entre los chavales se encontraba Damián, el hijo del
también Damián, dueño del mulo hasta aquella misma mañana. Bien por mayor
sensibilidad o porque desde chico se había criado compartiendo con él las
moscas y muchas veces se había ahorrado fatigas a su lomo, el chiquillo quiso
evitar aquel festín de brutalidad, primero increpando, luego luchando a brazo
partido, y por último interponiéndose entre el desventurado cuadrúpedo y la paroxística
chusmilla. En seguida lo descalabraron y echó a correr llorando, tapándose la
brecha con una mano.
A don Román, que departía con las señoras camareras de la
Hermandad del Santo Entierro, advertido por lo escandaloso de la sangre y por
las explicaciones entrecortadas del niño, le faltó tiempo para arremangarse la
sotana y encaminarse hasta el lugar con las formidables zancadas que le
permitían sus largas piernas.
Fotografía de M. Cascales
Al poco, con los aspavientos de las mujeres que
comenzaron a difundir lo que se erigió como verdadero acontecimiento, un
enjambre de criaturas siguió sus pasos hasta llegar al lugar del suceso.
Don
Román, congestionado por la agitada caminata y la rabia, arrebató una cañilla a
uno de los zangolotinos y comenzó a azotar traseros a diestro y siniestro,
hasta reprender a “El Pelao”, que cegado de ira se encaró con el cura. Tuvieron
una agria discusión, mientras don Román, con la fuerza de su robusto brazo,
asía por la muñeca al otro, que bajo la presión hacía oscilar el garrote.
-¡Me
cago yo en los curas del carajo que se salen de sus rezos y sus asuntos, que el
mulo es mío y hago con él lo que me pete! ¡Y ojo... porque no me refrenan a mí
los hábitos, por menos que debajo de ellos no se encuentren dos cojones!
-Donde
no se encuentran es pegados a tu culo, porque hay que ser muy cabrón, muy
bajuno y muy cobarde para dar de palos a un animal quebrado.
Sopesaría,
el tal Juan Manuel, que no era apropiado calentar en demasía al cura, que ya
hablaba de un cabrón y dos cojones hasta en presencia de las cofrades,
y que si
se terciaba una tanda de puñetazos él iba a salir malparado, así que aflojando
la mano y dejando caer el palo al suelo le escupió con desdén:
-Usted
al Santo Entierro, pater, que es lo suyo.
-Y
al Santo Entierro vengo, hijodeputa, que en este mulo hay más Dios que en ti lo
ha habido nunca.
Con
aquellas palabras, Román Sancho Fernández, acababa de firmar su propia
sentencia.
El
hecho dio que hablar durante semanas y semanas no sólo a todo el pueblo, sino a
los de todas las pedanías cercanas.
En
algunos cafetines el cura le partió el bastón al pobre gañán en la cabeza. En
otros el mulo, tras la bendición del cura, milagrosamente, se enderezó. Al cura
se le soltó la lengua y se cagó en la Virgen. El cura, no tuvo mejor cosa que
hacer que darle una pedrada a un chavea. El cura hizo escarnio público de un
bracero porque compró un mulo cojo. Todo el pueblo se fue con el cura a sacar a
un caballo de una acequia porque el niño de los Gómez-Tapia iba a dar una
recompensa a quién lo hiciera. El cura repartió la recompensa entre los
parroquianos. El cura se llevó la recompensa y se fue a la capital, Dios sabe a
gastárselo en qué.
Porque
Don Román sí fue a la capital; llamado por el Señor Obispo.
Nada
quiso saber Su Ilustrísima de caballos, acequias, gañanes ni brechas.
Lo que al
obispo le alarmó, por lo que pidió explicaciones fue por: “Qué disparate es eso
de mezclar el Santo Entierro con un mulo. Y qué es eso de que en el mulo más
habita Dios que en un cristiano”.
Paréceme
que en el cielo hay corderos, que con su banderín y su escudo representan al
Santísimo
y que además son bien amados de la Divina Pastora,
y que San Roque
habrá obtenido salvoconducto para su perro.
¿No acompaña el león a San Marcos,
el toro a Lucas
y la rapaz a Juan?
¿no es hablar de Jonás y hablar de la
ballena?
Brueghel el Viejo
¿y no es mayor extravagancia que un dragón con alas y escamas escolte
a San Jorge?
Don
Román, que detestaba los remilgos... ¿tendrá su bestia celestial en aquel
desgraciado mulo?
A la postre ambos vinieron a morir en una cuneta
de la misma vereda.
Salió el padre Sancho del Palacio Episcopal
cabizbajo y desolado.
Con la cerviz gacha, humillada por la coroza del hereje.
Pecando de malos pensamientos, por no haberle roto la boca al rufián con su
puño y al obispo con sus razones.
Y, puesto que en la capital estaba, pecó
además de soledad y fe endeble, al despojarse de sus vestiduras y entrar en una
tabernucha de barrio
para dar cuenta de sus muchas dudas y desengaños a tres
jarras de tintorro, a palo seco.