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Y también esta otra...
Cuando se cumplen 69 años de su nacimiento.
Acerca
de Bobby Fischer
(aun para los no aficionados
al ajedrez).
Cuando leí que el gran mito acaba de
fallecer no pude evitar que me invadiese una cierta tristeza pues sigue
desazonándome la idea de que los geniales cerebros muertos son tan carroña como
cualquier otro cerebro. Recuerdo la macabra anécdota de la sesera de Eminescu,
depositada en un aula de medicina con el objetivo (hoy demodé) de estudiar tras
mil y una disecciones dónde demonios radica el talento y que fue tirada a la
basura por la mujer de la limpieza entre grandes improperios hacia los doctos
por dejarse mierdas por doquier. Fetichistas de mal gusto siempre los ha
habido; si no, seguidle la pista al cráneo de Papá Haydn, que dio más tumbos
vacío que lleno y más recientemente quizá recordéis el robo de los despojos de
Chaplin.
Se ha muerto el legendario Fischer y me
ha venido una ráfaga de infancia, con la Vanguard en blanco y negro y las
noticias hablando del célebre “match del siglo”. Recuerdo al autómata con cara
de pájaro y corbatita negra y estrecha (todos los hombres de entonces se
disfrazaban de tecnócratas de la NASA).
Se me vienen a las mientes, ¡cómo no!
los versos de Kavafis acerca de lo mucho que discutirán en el Hades sobre la
apertura Reti o el Gambito Evans si es que tales cosas aún les interesan y se
me pone la piel de gallina al imaginar que exista una eternidad (tanto en el
infierno como en la gloria) para tipos como Fischer. ¿Qué pesadilla es esa del
no morir sin poder encontrar rivales ni en el inframundo? Porque a Fischer no
le interesaba nada; ni los hombres ni el mundo; ni tan siquiera él mismo. No
parece una buena perspectiva para de quién he leído una definición que
-disculpad mi sempiterna tendencia- me ha conmovido: “Genio del ajedrez y
disidente de la vida”. Y yo añado que Fischer se ha muerto a los 64 años porque
64 son los escaques del tablero.
Andaba mi hijo mayor por los cuatro
años quizá cuando una tarde -desesperada
ante su negativa a comer con independencia del tiempo de ayuno transcurrido-
puse entre el plato del lenguadito desmenuzado y su silla, un tablero de
ajedrez y comencé a enseñarle a mover las piezas, explicándole que se trataba
de una terrible e incruenta batalla entre blancas y negras.
Quizá porque desde
siempre ha amado la polémica, se zampó el pescado abriendo la boca
automáticamente, mientras yo disponía las figuras y le explicaba el movimiento
de cada una de ellas. Un par de días después observé con cierta alarma cómo él
sólo las había distribuido perfectamente y cómo hacía cabalgar al caballo con
su salto característico (el más difícil de aprender). Llamé a su padre y le
preguntamos el movimiento del resto de las piezas; asombrosamente el niño había
sido capaz de retener cada uno de ellos. Comencé a ser su contrincante,
manteniendo “las partidas” el tiempo justo para que ingiriese la comida. Un
día, quizá transcurridos seis meses, me divirtió el hecho de que me ganase. Lo
achaqué a mi atención al telediario, pero al cabo de cierto tiempo de nuevo me
ganó. Comencé a subir mi nivel de ajedrecista
preescolar y cuando volvió a ser habitual que me diese jaque con
relativa prontitud puse pie en pared. Era muy gracioso que comenzara a
divertirle tanto ganar, pero poco pedagógico, porque cuando era yo quien le
acorralaba el rey, el niño la emprendía a golpes con el tablero demostrando muy
mal perder. Así que fui dando una de cal y otra de arena. Pero la confianza da
asco. Supuse que ante un rival extraño se contendría. Ese fue el motivo de
inscribirlo en clase de ajedrez. Lo echaron para atrás, argumentando que era
muy pequeño. Pero insistí y el profesor, Manolo Ruíz, supuso que el
aburrimiento haría mella en él a los pocos días. No se equivocó; se aburría,
pero porque dominaba más estrategias que el resto. Ruíz, según sus palabras “no
le echaba cuentas” hasta que organizó un torneíllo para practicar y Rafita se
los ventiló a todos a la primera vuelta. Entonces Ruíz comenzó a “echarle
cuentas” y a explicar prácticamente para él.
Luego vino otro entrenador, de nombre
Pariente, al cual los alumnos le cantaban por lo bajini una tira de pareados de
los que sólo recuerdo el primero, que decía: “Parienteee, con cara de
dementeee...” porque el tal, en efecto, andaba un tanto alelado con todo lo que
no fuese el enroque y la defensa Benoni. Llegó un momento en que Pariente
traspasó sus poderes y me convirtió en chófer una vez más, llevando al niño y
trayéndolo hasta la Escuela Municipal de Ajedrez. Allí seguía
siendo el más pequeño y no dudo que experimentara callada y gran satisfacción
cuando daba jaque Pastor en un plis a un chaval que le duplicaba la edad y que
había protestado momentos antes por haberlo sentado ante un enemigo de antemano
“chupado”. Mi madre le compró una maquinita para que pudiese continuar sus
partidas a solas y se comenzaron a comprar libros de ajedrez. Llegó la hora de
las tardes en que se medía con su padre, que siempre le ganaba, si bien con
rúbrica del correcto apretón de manos y una expectativa de revancha. Una mañana
de verano por fin le ganó. El flamante vencido rió mucho,
pero le pidió la revancha él esta vez. Volvió a perder y así sucedió ya la
mayoría de las veces. Hasta que en una ocasión –jugaba con la maquinita incluso
en los desplazamientos en el coche- se perdió una de las fichas magnéticas.
Esto le hizo rayar en la histeria al pensar que no hubiera piezas de repuesto,
o que, incluso habiéndolas, tardara un par de días en conseguirlas.
Fue el momento de enfriar las
relaciones con el ajedrez.
Ese, y el síntoma de las “partidas
mentales” nos hicieron intervenir para abortar un idilio tan obsesivo.
Todo el proceso de desamor fue, contra
todo pronóstico, relativamente fácil. Teñido de melancolía, sí, sustituido por
esporádicos juegos on line con quién sabe quién. Hasta que un día, ya zangón y
un tanto compungido admitió que había perdido su nivel.
Yo no soy ni medio buena jugadora,
puesto que la impulsividad y la impaciencia me pierden. El ajedrez quizá
engancha porque es reflejo de la propia vida. Soy mala estratega y además no me
humilla lo suficiente el hecho de perder. No tengo el sentimiento necesario.
Pero eso no significa que no aprecie una buena partida ni que deje de
considerarlo una disciplina pedagógicamente inapreciable en muchos aspectos.
Creo que en el colegio de los niños se sigue dando como actividad. Hace años se
instauró por mi iniciativa; lo propuse por sus bondades tanto para el intelecto de los chiquillos
como por su poco desembolso económico (el presupuesto inicial fue de risa;
bastan unos tableros, incluso de cartón y una pizarra para las explicaciones).
Así que Bobby no es un extraño en casa.
Al saber de su desaparición me siento movida a rendirle homenaje. Quienes me conocen saben que propendo con gran delectación a la liturgia.
Gélido y precoz, Fischer está
considerado por muchos especialistas como el mejor jugador de ajedrez de todos
los tiempos y se convirtió en su país en un símbolo de la lucha contra el
comunismo durante la Guerra Fría. Pese a que su madre era judía, (y
asombrosamente culta) Fischer fue un activista antisemita y acusó a los judíos
de todos los males, desde sus propios problemas legales hasta de planear una
conspiración para matar elefantes. Su
retórica antiestadounidense, además, le granjeó numerosos ataques desde su
país. Más aún cuando, tras los atentados de Nueva York del 11 de septiembre de
2001, telefoneó a una emisora de radio filipina para exaltar "la
maravillosa noticia" del ataque terrorista y volver a lanzar injurias
contra los judíos.
Fischer, nacido el 9 de marzo de 1943
en Chicago, decidió abandonar la escuela en 1959, que consideraba una pérdida
de tiempo, para dedicarse al ajedrez. Para ello, se encerró en su propia
habitación, enfrentándose a sí mismo en larguísimas partidas de ajedrez. En
1968 se retiró durante 18 meses para preparar su enfrentamiento contra los
soviéticos. Regresó por petición expresa del secretario de Estado Henry
Kissinger para uqe jugase en Reikiavic (parece ser que se lo rogó en estos
términos: “Soy el peor jugador del mundo que llama al mejor del mundo”.
En 1972, cuando contaba con 29 años,
acabó con los 24 de hegemonía soviética al derrotar en Reikjavik al campeón
ruso Boris Spassky durante el campeonato del mundo más extraordinario, seguido
y apasionante.
En 1975 impugnó las reglas de la
Federación Internacional de Ajedrez, por lo que fue despojado de su título.
Tras este incidente, Fischer desapareció de la escena. "La gran pérdida
para el ajedrez fue que Fischer nunca trató de regresar a ese mundo y que sus
últimos 30 años estuvieran marcados por una vida muy extraña, con declaraciones
políticamente inaceptables, en lugar de una contribución de ajedrez", dijo
Kasparov. (Que cuando venció a Karpov, teniendo a la sazón 22 añitos se
convirtió en una especie de icono erótico-intelectual para una extraña también
veinteañera como yo, que a estas alturas os resultará fácil suponer que un tipo
de Arzerbayán que sonreía, a pesar de ser endemoniadamente exacto en el juego,
era blanco fácil para mi admiración más rendida.
Dejó de gustarme en 1989, principalmente porque aceptó jugar contra Deep Thougt, la computadora más poderosa del momento y porque yo ya tenía dos parvulitos que absorbían todas mis ocupaciones). Los años han demostrado que Kasparov ha sido además de inteligente más listo que Fischer, al cual nada, absolutamente nada se le reveló como tentador, como viene a demostrar el hecho de que durante 20 años nada lograse hacerlo volver, ni los millones de dólares ofrecidos por los organizadores de Las Vegas o Manila, ni una precaria situación personal que lo llevó a la ruina.
Dejó de gustarme en 1989, principalmente porque aceptó jugar contra Deep Thougt, la computadora más poderosa del momento y porque yo ya tenía dos parvulitos que absorbían todas mis ocupaciones). Los años han demostrado que Kasparov ha sido además de inteligente más listo que Fischer, al cual nada, absolutamente nada se le reveló como tentador, como viene a demostrar el hecho de que durante 20 años nada lograse hacerlo volver, ni los millones de dólares ofrecidos por los organizadores de Las Vegas o Manila, ni una precaria situación personal que lo llevó a la ruina.
Sin embargo, en 1992 volvió a la escena
para disputar en Montenegro una partida "de revancha" contra Spassky,
del que se había hecho “amigo”, por la que cobró 3,35 millones de dólares.
Despreció el embargo económico de la ONU vigente en aquel momento en la ex
Yugoslavia, por lo que Fischer fue acusado por la justicia estadounidense de
realizar una transacción comercial ilegal y fue objeto de una orden de arresto
internacional en julio de 2004 en el aeropuerto de Tokio-Narita cuando
intentaba salir de Japón con un pasaporte estadounidense anulado. Durante
meses, las autoridades japonesas estuvieron estudiando su extradición a Estados
Unidos. Fischer recibió entonces el apoyo público de Spassky, quien reclamó
poder compartir celda en el caso de que Fischer fuese encarcelado en su país.
"Simplemente, déjennos jugar al ajedrez", dijo el campeón ruso.
Finalmente la intervención del gobierno islandés le permitió refugiarse en ese país nórdico, donde ha vivido hasta su muerte.
Finalmente la intervención del gobierno islandés le permitió refugiarse en ese país nórdico, donde ha vivido hasta su muerte.
La última vez que Bobby Fischer
participó en una competición de ajedrez pidió
a los organizadores del torneo que elevaran varios centímetros el retrete de la
habitación del hotel en el que se hospedaba, en la ciudad yugoslava de Sveti
Stefan. El mejor
entre los mejores debía estar por encima del resto de los mortales; sí, también
en los momentos de urgente intimidad. Qué manía la de las distancias sobre el
resto de los mortales; ni el mísmisimo Napo (al cual aborrezco sobremanera)
escapó de la tentación erigiéndose la fenomenal “peasotumba” que nos obliga a
agachar la cabeza cuando visitamos Los Inválidos de París, gesto que, al parecer,
le causaba gran ilusión siquiera imaginar.
Pero a lo nuestro: el más grande ajedrecista de todos los
tiempos terminó ganando aquella última partida ante el ruso Boris Spassky en
1992. Después desapareció, sin más.
Los aficionados y la gran mayoría de sus compatriotas estadounidenses, que durante la Guerra Fría lo consideraron un héroe nacional, han tenido que esperar cerca de una década para volver a saber del hombre que humilló a los soviéticos en un deporte que consideraban de su propiedad.
Los aficionados y la gran mayoría de sus compatriotas estadounidenses, que durante la Guerra Fría lo consideraron un héroe nacional, han tenido que esperar cerca de una década para volver a saber del hombre que humilló a los soviéticos en un deporte que consideraban de su propiedad.
Las Torres Gemelas de Nueva York
acababan de ser tumbadas en el mayor atentado terrorista de la Historia el 11
de septiembre de 2001 cuando alguien que decía llamarse Bobby Fischer llamó a
la modesta emisora filipina Radio Bombo para dar su opinión sobre lo ocurrido:
«Son grandes noticias», se pudo escuchar al otro lado de la línea. «Ya
era hora de que alguien le diera una patada en el culo a EEUU. Aplaudo esta acción, quiero ver cómo América
desaparece del mapa». Añado yo que si hubiese sido un hombre
ingenioso -que no lo era, sino más bien lo que en castizo malacitano
denominaríamos un “malage”- hubiese comentado lo que mi hijo, al hilo y con
rasgos de humor negro, manifestó: “A ver cómo juegan ahora los yanquis después
de perder las dos torres”. Y es que cuando te zampan las susodichas piezas es
difícil remontar. Salvo que la reina y los alfiles estén en juego, esquilmando
peones y con posibilidades de jaque.
"Enroque II" de Lautaro Fiszman |
En realidad, Fischer llevaba dos años realizando intervenciones similares en pequeñas estaciones de radio de Filipinas y publicando más tarde esas grabaciones en una página de Internet en la que pedía a las emisoras de todo el mundo que le permitiesen contar su verdad. Brevemente resumida, su verdad, su mundo, venía a ser algo así: una mafia de agentes comunistas y judíos le persigue para envenenarle, su fortuna ha sido robada en una conspiración de agentes de la CIA, Bin Laden es un héroe y Hitler no fue suficientemente lejos en su represión.
Sin embargo, dicen quienes lo conocían
que el Gran Maestro ha sido traicionado por su propia mente. Su caso recuerda al del matemático -y
esquizofrénico- John Nash, Nobel de Economía cuya vida, también marcada por un
cerebro que nunca llegó a controlar del todo, fue recreada -para mi gusto de
forma penosa- en “Una mente maravillosa”.
Fischer, prófugo de la justicia
estadounidense, olvidado y neurótico, vivió exiliado entre Tokio y Manila,
donde se casó con una filipina 40 años menor con la que tuvo una hija. Casi
todos sus amigos ya lo habían abandonado y en el mundo del ajedrez crecía la
opinión de que había perdido el juicio.
Nada de lo que le ha ocurrido a uno de
los mayores fenómenos intelectuales del pasado siglo podría entenderse sin dar
marcha atrás en el tiempo, hasta un día de mayo de 1949 en que recibió como regalo
un tablero de ajedrez en su Chicago natal. La obsesión del pequeño Bobby por
descifrar aquel juego le llevó a incomunicarse del mundo, (pienso yo que
probablemente hubiese ocurrido algo semejante si el regalo hubiese sido un
violín y él hubiese tenido agilidad de muñeca y buen oído), hasta el punto de
que su madre, preocupada por su carácter antisocial, puso un anuncio en el
diario local Brooklyn Eagle preguntando por niños de su edad que tuvieran la
misma afición. «No se interesaba por nadie que no supiera jugar al ajedrez
y no había muchos niños a quienes les gustara el juego por entonces»,
aseguró años después Regina Wender de su hijo.
El niño prodigio se inscribió en un
club de ajedrez del barrio y a los 10 años participó en su primer torneo. A
partir de ahí, Bobby Fischer empezó a ganar competiciones hasta batir todas las
marcas posibles: el campeón nacional de EEUU más joven -ganó las ocho veces que
participó-, el Gran Maestro Internacional de menor edad de la Historia, con 15
años, y el más novato candidato al campeonato del mundo... “Sólo quiero
jugar al ajedrez, nada más” decía (y a fe que lo cumplió) por entonces .
Lo que marcó definitivamente la vida
del ajedrecista fue su decisión de abandonar la escuela a los 16 años para
dedicar 14 horas al día
a su única pasión.
Llenó la vivienda que compartía con su hermana y su madre de tableros de ajedrez para jugar varias partidas simultáneas consigo mismo, yendo de una habitación a otra para desafiar sus propios movimientos. Con un coeficiente intelectual de 180 y esa obsesión enfermiza por el ajedrez, el joven adolescente empezó a adquirir manías y excentricidades que pronto encandilaron a la prensa y a los aficionados. Cuando llegó su gran oportunidad de hacerse con el campeonato del mundo, en Islandia ante Spassky en 1972, Fischer estuvo a punto de retirarse la víspera del enfrentamiento porque la televisión islandesa no emitía su programa favorito. Un deporte acostumbrado a jugadores grises y sesudos tenía por fin su enfant terrible, el espectáculo estaba garantizado.
Llenó la vivienda que compartía con su hermana y su madre de tableros de ajedrez para jugar varias partidas simultáneas consigo mismo, yendo de una habitación a otra para desafiar sus propios movimientos. Con un coeficiente intelectual de 180 y esa obsesión enfermiza por el ajedrez, el joven adolescente empezó a adquirir manías y excentricidades que pronto encandilaron a la prensa y a los aficionados. Cuando llegó su gran oportunidad de hacerse con el campeonato del mundo, en Islandia ante Spassky en 1972, Fischer estuvo a punto de retirarse la víspera del enfrentamiento porque la televisión islandesa no emitía su programa favorito. Un deporte acostumbrado a jugadores grises y sesudos tenía por fin su enfant terrible, el espectáculo estaba garantizado.
La «partida del siglo», como
sigue siendo conocido el duelo Fischer-Spassky, enfrentó al todavía muy joven
estadounidense de 29 años y al campeón del mundo y entonces líder de una
generación de estrellas del ajedrez entrenados a conciencia por el régimen
soviético. El encuentro fue un episodio más de la Guerra Fría en el que los
rusos denunciaron que los americanos habían instalado aparatos
electromagnéticos en la sala para desorientar a su jugador y el pueblo
estadounidense, desde el presidente Nixon a los millones de americanos que no
habían jugado jamás al ajedrez, se olvidó por un momento del béisbol para
apoyar a su genio.
Fischer decidió aplicar su teoría de
que no basta con ganar al oponente;
también hay que
humillarlo. Mientras
Spassky se retiraba a su habitación tras cada movimiento para analizar rodeado
de 30 expertos soviéticos su respuesta, el joven ajedrecista estadounidense se marchaba a jugar a los bolos. Desesperado y bloqueado ante los
movimientos del «diablo americano», Spassky terminó rindiéndose a su
adversario.
Bobby Fischer fue recibido como un
héroe en EEUU tras su triunfo en Islandia. La prensa le agasajó, le llovieron
contratos millonarios -los rechazó todos- y los famosos y ricos del momento se
rifaron una amistad que él despreció.
Algunos de ellos, cantantes y actores, pagaron sumas millonarias por recibir
lecciones del ídolo. Tras unos meses en los que aseguró no poder soportar por
más tiempo a «tanto buitre», el campeón desapareció. Sin más.
Las espantadas del Maestro empezaban a
ser ya una parte más de su personalidad. En esta ocasión, sin embargo, Fischer
alargó su huida casi tres décadas. La Federación Internacional de Ajedrez le
retiró el título de campeón del mundo en 1975 ante sus reiteradas negativas a
defender su corona frente a la promesa rusa Anatoly Karpov. Al contrario que
otras estrellas jóvenes que no logran asimilar su fama y fortuna, el problema
de Fischer nunca fueron las drogas, el alcohol o las mujeres. Su punto débil siempre fue su punto fuerte: su
propia cabeza.
El dinero le sobraba, pero lo
despreciaba. Una vez se hubo retirado en el mejor momento de su carrera, el
vacío dejado por el ajedrez lo ocuparon las lecturas sobre conspiraciones y
teorías racistas que, como libros de caballería quijotescos, fueron agravando
sus fantasías. «El hombre blanco debería abandonar América e irse de
vuelta a Europa, los negros deberían volver al continente africano y el país
debería ser devuelto a los indios».«El poder judío quiere
dominar el mundo», denuncia.
«El ajedrez no es más que una forma de
masturbación mental»
sentencia el jugador.
Detrás de la compleja personalidad del
gigante siempre ha subsistido un inmenso complejo de inferioridad, acentuado
por su falta de educación y su incapacidad para hacer nada destacable lejos del
tablero de ajedrez. Su paranoia se ha visto agravada en los últimos años por su
exilio forzado, y en todas sus declaraciones demuestra la ira irrefrenable que
le provoca la imposibilidad de volver a EEUU, donde asegura que le han robado
recuerdos históricos y artículos valorados en «cientos de millones de
dólares». Una investigación del Atlantic Monthly confirmó que en realidad
sus propiedades fueron subastadas después de que se dejara de pagar el alquiler
del almacén donde se guardaban.
Los problemas de Fischer con la ley
tienen su origen en la partida contra Spassky en 1992, una reedición comercial
del duelo por el campeonato del mundo de 1972 que le reportó más de tres
millones de dólares en ganancias. El problema fue que no escogió el mejor lugar
para disputar el evento. EEUU mantenía por entonces un embargo contra el
régimen yugoslavo a causa de la guerra de los Balcanes y, violándolo, el Maestro sabía que se enfrentaba a una
posible condena de 10 años de prisión. A pesar de ello, organizó
una rueda de prensa poco antes del torneo y,
tras romper delante de las cámaras
la orden del Gobierno estadounidense prohibiéndole participar, admitió que no
había pagado sus impuestos desde 1976 porque no pensaba entregar un solo dólar
a un Estado genocida como el americano.
Si alguna vez existió la posibilidad de
que los agravios del ídolo caído fueran perdonados, el propio Bobby Fischer se
encargó de dinamitarla cuando aplaudió los atentados del 11-S. «Patético»,
«loco» y «despreciable» son algunos de los títulos con los que sus compatriotas
le han descrito en la prensa americana en el último año. «Nadie le ha dado a EEUU lo que yo, y mirad cómo me lo han pagado,
robándome y obligándome a permanecer secuestrado en Japón.», dijo
Fischer en otra entrevista.
Sus admiradores, que todavía son un
ejército en el mundo del ajedrez, han esperado durante más de tres décadas a
que las excentricidades del campeón se apaciguaran y su ídolo volviera a la
competición.
La mayoría de ellos desconoce que en
realidad Fischer regresó hace ya algún tiempo para demostrar una vez más, desde
el anonimato, que sigue siendo el mejor. «Estoy convencido al 99% de que se
trata de él», ha asegurado el Gran
Maestro británico Nigel Short, derrotado ocho veces seguidas por un supuesto
desconocido a través de Internet. Los mejores ajedrecistas del mundo utilizan la Red desde hace algunos
años para enfrentarse entre ellos y dar a los aficionados la oportunidad de
demostrar sus habilidades en partidas cibernéticas.
Bobby Fischer no ha podido resistir la
tentación y desde algún lugar, en Filipinas o Japón, ha desafiado a los
campeones de hoy. «En nuestra primera partida empezó con movimientos
incomprensibles, algunos de ellos absurdos. A partir de esos errores
deliberados para despistar surgieron movimientos de un poder extraordinario.
Simplemente me aplastó», recuerda Short que, tras haber estudiado las
jugadas de su anónimo oponente, no
tiene duda de que se trata de El Genio. No me negaréis que es jugoso argumento para una novela, si no
fuese porque hay que ser ajedrecista consumado para no caer en el ridículo de
una deficiente documentación.
El ajedrez siguió siendo probablemente
lo único que llenaba la vida de aquel niño solitario que sólo quería
relacionarse con quienes supieran jugar a su obsesivo entretenimiento.
Ni el matrimonio ni la paternidad lograron llenar ese hueco: el entorno de Fischer en Filipinas asegura que sólo visitaba a su familia seis o siete veces al año y que pasaba el resto del tiempo viajando a la deriva, buscando emisoras de radio en las que denunciar el complot contra su persona. Su madre y su hermana, con las que había recuperado el contacto tras años de distanciamiento, murieron a finales de los años 90. El maestro ya había dejado de hablarse con todos sus amigos de EEUU, a los que consideraba parte de la conspiración judía para hundirle.
Ni el matrimonio ni la paternidad lograron llenar ese hueco: el entorno de Fischer en Filipinas asegura que sólo visitaba a su familia seis o siete veces al año y que pasaba el resto del tiempo viajando a la deriva, buscando emisoras de radio en las que denunciar el complot contra su persona. Su madre y su hermana, con las que había recuperado el contacto tras años de distanciamiento, murieron a finales de los años 90. El maestro ya había dejado de hablarse con todos sus amigos de EEUU, a los que consideraba parte de la conspiración judía para hundirle.
El consuelo que trató de buscar durante
algunos años en la secta apocalíptica Iglesia Mundial de Dios terminó en
fracaso cuando se dio cuenta de que lo
único que querían era
sacarle «hasta el último céntimo».
Completamente solo en el mundo, Fischer
ha malvivido hasta el pasado 17 de enero
de los derechos de autor de los libros de ajedrez que escribió hace
años, incluida la que está considerada
como la mejor obra en la historia del juego: “Mis 60 partidas memorables”.
Sus intentos de obtener también derechos de autor por la película del director
Steve Zaillian En Busca de Bobby Fischer -la lucha interna de un niño
prodigio del ajedrez- fracasaron en los juzgados.
El ajedrecista filipino Eugene Torre es
una de las pocas personas que mantuvieron contacto con Fischer, de quien dice
que es un hombre incomprendido. «Es honrado y honesto, un pedazo de ser
humano. ¿Loco? Es un hombre de principios, lo sé porque le conozco desde
hace muchos años. Está perfectamente cuerdo, pero sus opiniones son polémicas y
hacen que la gente crea que está desequilibrado. Le han hecho mucho daño».
Bobby Fischer fotografiado por Harri Benson |
Es más que probable que este hombre tenga razón. ¿Por qué no? Precisamente esta espiral de soledad, obstinación, talento y orgullo han destinado para este hombre fabuloso una existencia extraordinaria, donde todo es excesivo. A mí me interesa, me apena y me fascina la paradoja -nada extraña- de la tragedia interior en que se sume la mente dotada de genio. Lo que no sé dilucidar es su causante: si la propia genialidad o la incomprensión atroz.
Bobby Fischer fotografiado por Harri Benson |
Los silencios del antiguo campeón han
sido aprovechados por sus críticos para asegurar que detrás de sus bravuconadas
siempre se ha escondido un terrible miedo a perder y que ésa fue la única razón
de que nunca defendiera su título de campeón del mundo. Los historiadores del
juego recuerdan que, a pesar de su superioridad sobre el resto de jugadores,
abandonaba numerosos torneos tras poner sobre la mesa demandas imposibles. (Si,
definitivamente, en el Hades, Fischer no encuentra con quién medirse, siempre podrá
conversar amargamente con Miguel Ángel, Tchaicovsky, Aníbal, La Callas,
Borromini o Pavese).
Fischer siempre ha
denunciado que las competiciones internacionales están amañadas y ha creído una
estupidez enfrentarse a una máquina, como han hecho otros grandes maestros. (En
eso le otorgo mi más ferviente aserción). Por eso creó un nuevo modelo de
ajedrez aleatorio en el que el mejor jugador, y no el que más estrategias y
movimientos ha memorizado, tiene todas las de ganar. El modelo Fischer se basa
en el sorteo de la posición inicial de las piezas en las filas uno y ocho del
tablero. El resultado, 960 posiciones de inicio y un número de aperturas
infinito que anula la posibilidad de que los jugadores con una memoria
excepcional puedan ganar sus partidas como si fueran robots, sin que
intervengan grandes estrategias.
El sueño de Fischer era revolucionar el
ajedrez moderno y, de paso, hacer un buen negocio. Aunque su modelo ha tenido
una buena aceptación entre los aficionados, los grandes torneos han seguido
utilizando el método clásico. «Si Bobby Fischer ha sido el mejor es porque
logró todos sus triunfos sin los trucos de hoy», asegura su amigo y
solitario defensor Eugene Torre.
Incomprendido o loco, Fischer ha pasado
la vida escapando de su propia genialidad. En su última intervención
radiofónica, en una emisora de Islandia el 27 de enero de 2002, el locutor
preguntó al Gran Maestro que quién había sido el más grande entre los grandes:
él o Gary Kasparov.
«¿Cómo puedes compararme a mí con un tramposo? Yo nunca he jugado una partida previamente amañada. La mayoría de las victorias de Kasparov, la mayoría digo, han sido amañadas. Yo todo lo he conseguido por méritos propios. No creo que haya muchas personas que puedan decir lo mismo»,respondió.
El ajedrez, como todo, ha perdido su
dosis de romanticismo. De eso pueden dar fe quienes saben verdaderamente qué se
cuece en Linares.
«¿Cómo puedes compararme a mí con un tramposo? Yo nunca he jugado una partida previamente amañada. La mayoría de las victorias de Kasparov, la mayoría digo, han sido amañadas. Yo todo lo he conseguido por méritos propios. No creo que haya muchas personas que puedan decir lo mismo»,respondió.
Tablas descaradas. Entre los organizadores se respira frustración.
Las partidas del torneo más prestigioso del mundo se estaban desarrollando sin
pelea. «¡Órale! ¡Sean gallardos!», clamaban los comentaristas mejicanos (en
Méjico el ajedrez es pasión). Pero los jugadores son profesionales. Juegan 200
partidas al año. Cobran bien. No como una estrella del tenis o el baloncesto,
pero pueden vivir desahogadamente. Hay que hacer caja. Y la estrategia
generalizada consiste en firmar empates cautelosos, sumar medio puntito por
aquí, otro medio por allá, y sólo cuando se vislumbra una posición muy
ventajosa o un descuido del rival, atacar sin miramientos. El alcalde de
Linares plantea que se penalicen las tablas y algunos hablan de multar la falta
de combatividad.
Fischer perdió el norte hace tiempo. Fuera del tablero, sus
lagunas culturales eran palmarias. Vestía como un leñador de Dakota: camisa de
franela y gorro con orejeras.
Para que no lo llamasen cazurro se compró 17 trajes y los iba rotando. Tenía un coeficiente intelectual de 184 (el de Einstein era de 185, la media es 100), pero cosechaba un carro de suspensos.
Para que no lo llamasen cazurro se compró 17 trajes y los iba rotando. Tenía un coeficiente intelectual de 184 (el de Einstein era de 185, la media es 100), pero cosechaba un carro de suspensos.
Fischer forjó en los torneos su leyenda de pirado en un mundo
donde las excentricidades están a la orden del día. Se quejaba de que los
rivales lo desconcentraban con sonidos de alta frecuencia que sólo él y los
delfines pueden oír. Pedía fuertes sumas de dinero por competir, pero luego se
dejaba fajos de dólares olvidados en las habitaciones de los hoteles. «Los
ajedrecistas profesionales le deben a Fischer poder ganarse la vida, pues antes
de que llegara él no cobraban, seguían teniendo la consideración de juglares
medievales para divertir al rey», explica Arturo Xicotencatl. Fischer tenía
otra manía: nunca colocaba el rey en la casilla F4 porque es una variante que
estudiaron ajedrecistas judíos. Además, sufría miedo patológico a perder. Se
enroló en una secta apocalíptica. El líder del culto le sacó miles de dólares
en donaciones. A cambio, le proporcionó un jet privado y un buen número de
siervas dispuestas a abrirse de piernas. Fischer aún era virgen con 32 años.
Arruinado, abandonó la secta en 1977. Vestía como un mendigo. Se alojaba en
moteles infectos. Su paranoia se acentuaba. Sospechaba que espías disfrazados
de camareras le envenenaban el café. Como antídoto, ingería píldoras con
esencia de serpiente de cascabel. Acudió a un dentista para que le arrancase
todos los empastes; temía portar algún micrófono oculto.
Fischer es un caso extremo, pero las manías, supersticiones y
rarezas afectan a casi todos los jugadores de élite sometidos a la tensión de
los torneos. En Linares, Kasparov ocultaba entre bastidores una tableta de
chocolate de una marca rusa cuyo nombre significa `inspiración´, que devoraba
en grandes cantidades. Siempre pedía el mismo menú: consomé, salmón, solomillo,
tónica y té. Y todos los años exigía la misma almohada y tazas del desayuno.
Dicen que las personas que llevan una vida tan nómada y estresante se sienten
reconfortadas si tienen a su alrededor objetos que resulten familiares y tratan
de cumplir con una serie de rutinas. Su número favorito es el 13. Nació el 13
de abril y fue el 13 campeón mundial. Tenía la costumbre de solicitar en los
hoteles una habitación cuyo número acabase en esos dígitos de mal agüero. Una
petición difícil de satisfacer, pues en muchos establecimientos se saltan este
guarismo al numerar las habitaciones.
El ruso Anatoly Karpov tiene otra superstición: no cambiarse
de traje en un torneo mientras no pierda. «Primero, uno tiene que ganarle una
partida, y entonces él ya se preocupará de la higiene», protestó el suizo
Victor Korschnoi, alias El Terrible, que se quejaba de que era un suplicio
soportar el juego embrolladísimo y milimétrico de Karpov y sus efluvios
corporales durante horas. Otro maniático era Alexander Alekhine, que siempre
tenía a su lado a un gato siamés que olisqueaba las piezas. El holandés Jan
Timman explica la raíz íntima de estas extravagancias: «Cuando el ajedrez se
convierte en tu profesión, pierdes el equilibrio social y te encuentras a
merced de todo tipo de factores aleatorios». Sólo así se explica el
comportamiento del indio Viswanathan Anand, conocido como El Yogui, que viaja
con su esposa a los torneos. Anand suele ser encantador y de trato sencillo, a
no ser que la víspera de una partida le insinúen cuál sería su reacción si
pierde, como hizo un periodista en Linares. Incapaz de ser descortés, se
despidió y luego utilizó a su mujer como embajadora para cortar todo tipo de
relación diplomática con el medio. «Olvídense de la entrevista.» Por lo menos,
Anand no lleva una vida cuasi monástica, como otros ajedrecistas con tendencia
a la misoginia. También Boris Gelfand viaja con su novia. El bielorruso vive en
una galaxia tan alejada de los mundanales asuntos cotidianos que es ella la que
se encarga de ponerle la servilleta, cortarle el bistec y darle la sopa. (Manda
huevos). El ucraniano Ivanchuk no le va a la zaga: llega tarde a todas partes:
al desayuno, a la cena, a la partida… Con su analista, el mexicano León Hoyos,
convertido en su chico de los recados (va a la farmacia a por pastillas para la
garganta y vitaminas), examina la víspera de cada enfrentamiento todas las
partidas que ha jugado su rival durante el último año.
En Linares todavía se recuerda a cierto jugador que salió de
su dormitorio en calzoncillos, tan concentrado en la inminente partida que
olvidó ponerse los pantalones. Y el padre del estadounidense Gata Kamksy
amenazó de muerte al británico Nigel Short, acusándolo de hablar a su hijo
cuando ambos estaban jugando (lo cual está prohibido). Short le recriminaba a su
rival que tosiera y se sonara las narices sin decoro. Por la noche terminaron
ambos en comisaría.
"Enroque" de Lautaro Fiszman |
El destino de cada hombre se forja a menudo con pinceladas de
sarcasmo. Un ejército de admiradores sentía su pecho temblar de bestial envidia
ante aquellas acciones fulminantes, impredecibles, de perfección asombrosa. Yo
no llegaba a tanto; simplemente me podía la curiosidad.
Perdido sin remisión entre el blanco y negro, cuánto más fácil
le hubiese sido la vida no lidiando con
reinas y caballos sin patas.
Pero... ¿ a quién culpar de la desdicha?. Nunca se sabe qué puede pasar cuando algo se deposita en las manos de un niño. (Ni siquiera un inocuo tablero de ajedrez).
Pero... ¿ a quién culpar de la desdicha?. Nunca se sabe qué puede pasar cuando algo se deposita en las manos de un niño. (Ni siquiera un inocuo tablero de ajedrez).
Lucius, como muy bien dices en el título de este post, esto que he leído, es interesante hasta para los no aficionados. Y todo gracias a tu estilo y manera de contarlo.
ResponderEliminarNunca he sido capaz de comprender el ajedrez. Nunca he aprendido. Y siempre he pensado que era para gente inteligente. Lo que cuentas de tu hijo, me lo confirma (¡Lo que son los genes!). Por no hablar de los coeficientes que mencionas de esta gente. Yo nunca pasé del parchís, el cinquillo y las siete y media. Si, ya sé que eso es otra cosa, que son juegos de abuela. Pero siempre me he sentido incapaz de aprender los fascinantes misterios del ajedrez. No tengo paciencia para aprender algo que me cueste concentración o un mínimo de esfuerzo. Y tampoco me he sentido nunca humillado u ofendido en mi amor propio, cuando perdía en algo. No puedo resolver un cubo de Rubik y menos aún, un sudoku. Y siempre he carecido de espíritu competitivo.
La vida de Fischer resulta, como poco, muy interesante. Y he disfrutado mucho leyendo esto.
Muchas gracias.
¡Oh dilectus, oh amicus…! Júrote, Alberto, que, sin ti, Ruga (que juega a los dados) habría mandado este desierto a freír puñetas…
ResponderEliminarConfesaré que tuve una seria adicción al parchís con partidas vertiginosas. Y en el cinquillo era insuperable, pues a mí, como a don Luis de Góngora, lo que me pierden son los naipes.
La inteligencia es… ¿otra cosa?
Lo único que realmente me satisface es que me digas que has disfrutado leyendo esto. Gracias a ti.
Muy buen artículo. Gracias!
ResponderEliminarMuy buen artículo. Gracias!
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