“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.

A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.

Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...

martes, 20 de marzo de 2012

NORMA


 

NORMA

 Relato finalista del VIII Certamen de  Narrativa Corta Villa de Torrecampo

 


“¿Cómo hemos llegado hasta aquí, Norma?”
Indefectiblemente, cuando terminaba de vestirse para salir musitaba esas palabras. Pero ni la miraba. Ella era morena y algo pequeña, era, en cierto modo, la única a la que él se había acoplado perfectamente, amoldándose a su singularidad. A aquella particular ronquera con la que le respondía, sin titubeos, sin indecisiones, siempre ágil y resuelta. Todo lo que tenía de menuda lo atesoraba en profundidad. Tenía el alma fuerte y él lo sabía. Lo sabía y lo apreciaba. Quizá por eso, más que por ninguna otra razón, la amaba y hasta bromeaba en ocasiones, advirtiendo que aquella era una relación de tintes perversos. Siempre le encandiló su osadía, su fortaleza. Resultó ser una virtud providencial, porque en aquellas circunstancias...
Era morena, aunque con los años había perdido luminosidad y brillo. Eso a él no le preocupaba en exceso. Continuaba prendido de su coraje, que seguía intacto. Más rebelde, si cabe, con el transcurso de los días apagados, demoledores... faltos de ilusión.
Habían pasado por mejores épocas. (A decir verdad ésta era la peor de cuantas recordaban). Pero solían reconfortarse el uno al otro en los momentos en que ya no adivinaban qué más podía agazaparse tras aquel muro de desaliento. Se diría que se abrazaban en una complicidad cínica y elegante, pasando por alto evidencias como mazazos. Ella había sido siempre su contrapunto. Juguetona y severa. Grácil y atenta. Disciplinada y tierna.
Habían pasado mejores días juntos. Días de terrible denuedo en el esfuerzo, pero también de múltiples recompensas. Días de vino y rosas, de fiestas y halagos, de sonrisas henchidas de soberbia, de sudor y desgarro, de amistades exquisitas que se desvivían con sus atenciones.
Él ya alardeaba de mala memoria.
Presumía de amnésico aunque conservaba una capacidad prodigiosa para memorizar de un solo vistazo parte considerable de una obra. También recordaba con minuciosa exactitud sensaciones fugaces, incluso las más efímeras, como las olfativas. Solía aspirar lentamente e identificaba el olor con una fecha, con una evocación concreta. No vacilaba al referirse a nombres de colegas, eventos que se producían, puntuales, en remotos lugares, antaño frecuentados y gozados. Misteriosamente el óxido lamía con secreta obstinación los engranajes aquellos de los años previos a la decadencia. (¿De veras fueron años?).
De los recuerdos de Norma nada se sabe. Ella siempre se adscribía a un segundo plano, siempre se plegaba a él. Le era connatural la generosidad con que declinaba la atención, para servírsela en bandeja a quien, como innato vanidoso, desesperadamente, la necesitaba. En otros tiempos su morenez altiva, y sus proporciones juveniles habían suscitado comentarios de admiración, ahora, sin remedio, acusaba el paso de las décadas, y nada podía maquillar las huellas de algunos golpes recibidos...
Él la mimaba a su manera. Recónditamente admiraba su lealtad y admitía, reconocido, que nunca la sintió desfallecer entre sus manos. Jamás hubo de recriminarle, es cierto, días de frialdad o indiferencia. Tácitamente le debía gratitud. De no ser por aquella pervivencia en la pasión él hubiese caído fácilmente en la locura.
Se llamaba Norma; porque además había nacido en Burdeos. Él se había fijado en ella cuando varias veces acudió a la casa de Taconné para antiguos asuntos de peritaje. Jamás pensó que un amor a primera vista fuese a cristalizar de modo tan pleno y  definitivo.
En ocasiones recordaba cómo la deseaba antes de expresar abiertamente su interés. Patrice incluso le había advertido que ya estaba comprometida. Pero él era terco -sin la terquedad jamás hubiese llegado a donde una vez llegó-. Así que ella terminó perteneciéndole. Cuando se acordaba de ello la acariciaba levemente y con una sonrisa agria le susurraba de nuevo la amarga letanía “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”
Llevaban dos décadas aguantándose día a día. Sin separarse más que lo imprescindible. Ya no se concebían el uno sin el otro.
No era aquel un romance de toda la vida, pero estaba claro que ya no cabían abandonos ni infidelidades. Además, él en realidad sólo la tenía a ella.
“¿Norma... cómo puede ser que hayamos llegado a esto?”
Pero Norma no le respondía. Contra su costumbre se limitaba a recibir el tímido roce sin proferir sonido alguno.
Ella, que jamás daba la callada por respuesta aunque estuviese cansada, dolorida... quizá hasta vieja. Porque, inexplicablemente, había envejecido más que él. Cuando por fin Patrice se la entregó, lo hizo sabiendo que él era un hombre con experiencia. Dio por hecho, y no erró, que la haría a su medida, y que ella sería, en adelante, lo que él quisiera que fuese.
Cada tarde cargaba con ella con la desgana que producen los aconteceres cotidianos. A pasos lentos, mecánicos... como si el rumbo se estuviese improvisando en cada loseta. La protegía de la lluvia en febrero y del calor de julio. La sabía delicada en su fortaleza. Vulnerable en su férrea complicidad. Por eso eligió el Metro. Para evitar los rigores de las temperaturas, las inclemencias del cielo y de la tierra... más no podía hacer.
Enfilaba la boca de la estación y descendía por las escaleras, aspirando el característico olor a gente y profundidad. Y llegaba hasta su  feudo de fronteras etéreas. Por el que había tenido que luchar venciendo su vergüenza. Sintiéndose vejado hasta en las negociaciones exitosas que mantuvo con la grey desconocida que dispensaba los patéticos predios de la supervivencia.
Aquel trozo de pared a sus espaldas, aquel recoveco que los aguardaba, como si fueran una aséptica greca de cerámica más, figurantes sin mayor interés, como los macetones recargados de los grandes teatros. Se diría que formaban parte del variopinto atrezzo que ni pasaba desapercibido ni llamaba la atención.
El cruel dios de las paradojas debía desternillarse de risa al contemplarlo sacar las pinzas de la ropa para sujetar el papel, a él, al ególatra entre los ególatras, al joven al que siempre había que felicitar, al de las menciones de honor, al de las altas calificaciones. Al que imponía las normas y los horarios.
El dios cruel de las paradojas, ha ya tiempo lo había domeñado por completo. Le había robado su porte y no contento con eso hasta su sombra; orgullosa y distinguida. Cuando él incluso había creído, ingenuo, que eso no era susceptible de robo, que siempre algo habría de permanecer a salvo, sin temerle a nada ni a nadie. Pero de su sombra y sus palabras, de su conversación brillante y su risa llena, de su mirada altiva, sus modos felinos y su seducción no quedaba vestigio alguno en aquella guarida frágil, en la que se husmeaban las inquietudes y sinsabores de las demás criaturas subterráneas y acaso igualmente desmemoriadas.
Quizá es que también estaba envejeciendo a pasos agigantados.
Envejecía en el escenario equivocado. En los túneles donde ya conocía a los apresurados transeúntes que traficaban por las laberínticas galerías del subsuelo de la gran ciudad. Pululaban como insectos,  rápidos, paroxísticos, presos por la fiebre de acopiar algo para preservar el porvenir. Cuando estaba en su plenitud había renegado de la posibilidad de una vejez apacible –no es eso tan raro- pero ahora la vejez apacible se le escapaba como una quimera. Y la deseaba con obsesivo fervor, lejos, lo más lejos posible de aquellos pitidos estruendosos, urgentes, de los vagones que advertían e instaban de su salida inminente.
Reconocía las mismas caras. El mismo cansancio, de prisa, de indiferencia o de malhumor.
Nadie lo saludaba. Aunque ellos, también habrían reparado, alguna vez, en él. Subyacía una relación de tácita invisibilidad. De autismo sobrevenido quién sabe si a consecuencia del común interés de no percibir, de no hurgar, de no profundizar en nada que emanase de la propia profundidad.
Al fin y al cabo, pese a las miradas de soslayo, los transeúntes no eran tan diferentes. Y alguna vez, desde su presbicia, lanzaba la sugerencia de que nadie, absolutamente nadie podía entonar himnos de victoria mientras durase la existencia. La existencia mudable.
Pese a los fugaces cruces, que en nada se perpetuaban, se larvaban semejantes incógnitas. Porque cualquiera desea borrar algún recuerdo, cualquiera se chancea de los vapuleos caprichosos de su propio destino, el fugaz sarcasmo acerca de aquel que se era, cuando no se era más que una promesa. Cualquiera podía, al fin y al cabo,  evitar preguntarse las razones por las que cada tarde corría a introducirse en aquellas mecánicas y atestadas lombrices ciegas que horadaban las entrañas de la tierra -que ya no era ni tierra-.
Quizá aquel enjambre, igual y cambiante, también detestaba esa cuidad. Quizá aborrecían su trabajo, abominaban de su indumentaria o deseaban vivir en otra casa. Quizá hasta se detestaban a sí mismos.
Él había amado otras ciudades, había amado su trabajo, y hasta la vestimenta que se ligaba a él.  Y su casa de la costa. La pérgola, las buganvillas, la chimenea de piedra y el Petrof...
Aquel esplendor tan largamente codiciado. Tan minuciosamente construido, edificado con el derroche de horas, de inteligencia, de hábiles maniobras, de renuncias sobrehumanas... tan lejano e inalcanzable cuando se conjugaba en futuro y tan efímero cuando llegó el presente.
Ahora, sólo quedaban potenciales, o pretéritos imperfectos de subjuntivo. Y Norma callada. “Si hubiera ... si hubiese...” Y las preguntas retóricas.
Él tardó en asumir lo inasumible. En aceptar lo inaceptable. Con el gesto de estupor del tahur veterano, que al destapar las cartas descubre una escalera de color en la jugada del rival estúpido. El envite equivocado. El primer desafío que es truncado estrepitosamente.
Siempre le perdió su adicción a sentir por sus venas, como un torrente salvaje, la adrenalina.
Cuando pudo percatarse había trastabillado de aquella cúspide en la que no había nadie. Levantarse no fue tan complicado pero encontrarse los peldaños despejados para volver a la anterior situación fue, definitivamente, imposible. Miles de criaturas defendían con uñas y dientes cada centímetro, y se aferraban a las barandillas con feroz determinación. La misma determinación feroz con que hacía tiempo, se había asido él.
¿En qué momento se aflojaron sus manos? ¿En qué se distrajo? ¿Quién, con más fuerza que otro, lo empujó?
Norma había gozado de los coletazos de la época gloriosa. Con toda probabilidad, cuando aún los cobijaba la buganvilla granate, le advirtió de algo. Ahora se guardaba de reprocharle nada, cuando sería fácil. No le acuciaba entonces con censuras, cuando tantas noches le veía servirse las copas y reír con la cohorte de turno. No se encelaba cuando él seducía a alguna belleza snob, culta y madura. Él necesitaba atraer y encandilar. Sabía adivinar las palabras que deseaban que pronunciase. Sabía esgrimir su gentileza elegante, su ingenio a veces osado, inesperado... original. Claro que lo adoraban. Y él pensaba que lo adorarían siempre. No contaba con que los otros podían llegar a sufrir en mayor grado de la amnesia que le acuciaba a él.
Muchas de aquellas mujeres terminaban prolongando la fiesta. Ninguna velada acababa bien si no acababa en velada íntima y sensual. Él siempre fue, en verdad, un maestro. El éxito hacía lo demás.
Norma lo pasaba por alto. Lo consideraba insignificante. Sabía que formaba parte de la puesta en escena, como los whiskys de alta gama y como el lebrel afgano, lánguido y aburrido, que permanecía echado, haciendo juego, con la alfombra de Isfahan. 
Norma sabía que todos se marchaban con las primeras luces del día y entonces la soledad les pertenecía a los dos. Entonces él se desnudaba como un niño frente a ella; nadie en el mundo hubiese podido verlo, como ella, llorar. Sabía, tranquila y acogedora, que a nadie más se entregaba. Él se despojaba de todo en cuanto la tocaba. De todo menos de sus terrores, de sus angustias, sus obsesiones, sus heridas... y su verdad. Norma sabía -siempre lo había sabido- cómo estaba él con sólo rozarla.
Ahora se miraban en silencio. Largamente. Profundamente. Temiendo por el mutuo deterioro... imparable. Por los estragos que aquella vida producía en los dos.
Él llegaba a su rincón y la tomaba entre sus brazos.
Extendía el atril y fijaba con los palillos de la ropa la partitura; aunque a decir verdad, no la necesitaba. Desmayadamente, como si en ello consumiese sus últimas energías, frotaba la resina contra las cerdas del arco. Golpeteaba suavemente el cuerpo de Norma y cercaba el mástil. Ella notaba su calor, la desigual fuerza que emanaba cada parcela de su piel. El lejano latido que no cesaba... y su pulsión. Se conmovía tanto, se estremecía de tal forma que comenzaba, con suavidad, a gemir.  En ocasiones, abiertamente, lloraba.
Él tocaba y tocaba. Mientras sus puntos cardinales se desdibujaban en cicatrices. Fijo, tras él, un expositor luminoso anunciaba, desde esa semana, una fragancia. La muchacha, casi una niña, vaporosa y etérea, como el producto que publicitaba, esparcía entre sus dedos pétalos de un color rosa pálido. “El verdadero aroma de tus días”.
Mientras la funda, a sus pies, permanecía amagando una risa necia, quizá una interrogación, abierta y descarnada. De vez en vez alguno de los viajeros se aproximaba y depositaba en ella unas monedas. De vez en vez. “Para deshacerse de la calderilla inútil”, como más de una vez oyó.
Porque la gente lo pensaba un autómata sin vida, como el hombre del anuncio que tras él, hasta la semana pasada sostenía en su mano un brandy. “Si
sabes que lo mereces... ¿por qué no?”  Una pieza de decorado que, simplemente actuaba, lograba con su ejecución un apunte más al pintoresco submundo donde cabía de todo. La gente lo pensaba sordo e insensible. Ciego y mudo. Había abandonado su condición humana para convertirse en objeto, en figurante, en simple apariencia... en oquedad.
En receptáculo de calderilla inútil. “Échasela al tío ese que rasca el violín”.
Las primeras veces sentía ira. Sentía una especie de vahído gris que le atenazaba las sienes. Las sienes y las rodillas, tanto que nunca le obedecieron cuando su cerebro le ordenó patear la funda con toda el alma.
Luego, cuando se fue curtiendo, logró digerir la repugnancia hasta sentirla ínfima. Alguna vez había abierto la boca para replicar. Pero se había quedado sin palabras. Con pavor sospechaba que sin historia.
-“Eso que toca ese hombre ... ¿no te recuerda a lo que tocaba el niño de Juan?”
-¡Qué dices! El niño de Juan está ya en cuarto curso. Éste tocará de oído, no creo ni que sepa solfeo... vas a comparar con el niño de Juan...”
Seguía con  Marais y con la boca abierta. Notando cómo se deslizaba por su garganta la columnata del antiguo edificio de la escuela de Weimar. La tarde templada de junio en que recibió de manos del director del Franz Liszt el Primer Premio de Composición.
Lo tocó con Diva, aquella rubicunda vibrante y atrevida, luego vino Rosa con quien compartió la inolvidable noche del dueto con Tertis y después Sarah -en cáustico honor a su ex mujer-. Siempre había puesto nombre a sus violas. Norma permaneció sin ninguno hasta que llegaron los ensayos en el Liceo.  Durante aquellos meses mantuvo un idilio con  una hermosa mezzosprano. Pero Clotilde no era, en modo alguno, un buen nombre para aquel tesoro de madera oscura, aún fragante de barniz de sandáraca que Taconné le insufló a modo de espesa sangre.
Stamitz iba en el sexto lugar. Después de eso hacía un alto. Se desentumecía las manos y solía fumar un pitillo (ahora no; ya estaba prohibido fumar).  Al principio, acuciado por la adicción, guardaba su instrumento y salía a la superficie, tal como un viejo cetáceo que necesitara respirar. Luego se olvidó del momentáneo placer que le sumistraba la nicotina, lo mismo que, paulatinamente, olvidó otros placeres. Lo mismo que olvidó la cuantía de los plazos con que su madre pagó al sastre su primer frac. 
 
Aquel frac destartalado, de talla mucho más grande de lo que sus veinte años requerían. Aquel frac pagado con incrédula esperanza, con la emoción que se desprendía de las manos estropeadas por los tintes y los amoniacos, aderezado por mil explicaciones, henchidas de orgullo maternal. 
La segunda pausa venía tras la suite de Bach. Entonces aprovechaba para mirar a su alrededor. Aunque casi todos eran también invisibles. Más aún que la adolescente walkiria que anunciaba la colonia, o el hombre de mundo que ofertaba la copa del coñac.
A alguna piadosa matrona que musitaba al oído de su amiga: “pobrecillo” le dedicaba un ceremonioso gesto, o  una inclinación de cabeza, como hacía antaño para algún palco de importancia, o entornaba los párpados proyectando sus pupilas sobre alguna silueta lejanamente familiar, para autoengañarse, para, tornándola borrosa, transformarla así en la de su padre, en la de su pequeña Mónica cuando lo fue, en Lucca... y algunas veces, cuando ya estaba muy, muy cansado, hasta en la de Sarah.
Hacía años que no veía a Mónica. La imaginaba cuando alguna joven madre presurosamente arrastraba de la mano a algún niño. No podía evitar entonces sonreír, y si el pequeño cruzaba con él una mirada, le guiñaba un ojo, o le hacía una mueca. Cada vez procuraba reprimirse más, en aras de no ser simpático, de parecer un individuo oscuro... caer mal, desde que oyó más de un par de veces la advertencia de que “si no estudias mucho serás un vagabundo igual que él”. No deseaba para un inocente tamaña connivencia. Él era el mal ejemplo, el desecho provocado por la vagancia, el aviso de un mal porvenir...
También lo sentía por Norma. Aquel instrumento soberbio, hecho ex profeso por un luthier legendario para las manos de una mujer. Se preguntaba por dónde estaría resonado su fantástica expresividad si él no hubiese insistido tanto, si no hubiese pleiteado tanto... si, finalmente, hubiera ido a parar a las manos de la profesora de Glasgow.
 Y qué hubiese sido de sí mismo, si la otra, su profesora, no le hubiese torturado hasta el desquicio, no le hubiese percutido con eficaz saña aquel terrible afán de trabajo y superación. 
Cuando saludaba en escena, fugazmente se le venía a las mientes, y en su interior  forjaba para ella encendidas frases de gratitud. Ahora, mientras atacaba una Tangata, meneaba la cabeza abortando un improperio, pidiéndole cuentas por tanta, tanta severidad.
Porque había estudiado mucho. Mucho para llegar a ser un vagabundo. Un mundo de tablas de madera, confortable y elitista habían pisado sus pies...  Barcelona,  París,  Venecia,  Manchester, Helsinki, Tokio... bah...
Aquella tarde sintió que Norma y él quizá debieran subir a algún tren sin retorno.
Miró la funda y al ver la recaudación comenzó a hablar solo. Se mesó la barba mal rasurada y aunque estaba agotado se fijó media hora más para tocar.
Tenía frío y sudaba. Un frío interior que le hacía tiritar prolongando los vibratos más allá de lo que él quería.
Norma le dirigió un gemido lastimero y él comenzó a canturrear entre dientes, rimando palabras malsonantes con los slogans publicitarios que le iluminaban la incipiente calva.
“El verdadero aroma de tus días”. “Si sabes que lo mereces... ¿por qué no?”
Un ataque de tos lo enmudeció. Mientras en el pecho se le rompían todas las invectivas hacia Brunilda. Todos, los presentes y pasados vómitos de alcohol agrio. Y a cada sacudida convulsa deseaba, a toda costa, saber. Con cada espasmo sentía arderle los pulmones, pero más el misterio de la culpa. Hubiera querido inventar una historia de celos bárbaros, de amores terribles, de tragedias contundentes. Una estafa descomunal. Un puñetazo, en pleno adagio al herr director.
Nada.
El absurdo. Lo inexplicable. El hartazgo. La desidia. La inconsciencia. La inacción.
Nada que Norma supiera interpretar.
La gente comenzaba a espaciarse por los andenes.
Media hora más.   
Sentía fuego en  las mejillas. No tanto como las primeras veces. Cuando sólo se atrevía a mirarse la punta de los zapatos al desviar sus ojos del atril. Cuando la humillación se le hacía tan insoportable,  el rubor tan intenso que llegó a creer que el fluir de la sangre le había afectado a los oídos hasta el punto de no escuchar ningún aplauso al terminar.
Tardó algo en percatarse de que nunca había aplausos. Eso lo desconcertó. Llevaba un repertorio sabido, pero era magistral. Entonces, entre enfurecido e incrédulo, llegó a tocar a Walton, aquello que era imposible de tocar.
¿Era un virtuoso, un mediocre o un farsante? ¿Y quiénes los lerdos?  ¿éstos o aquellos? Aquellos que llegaron a pagar con ostentación una suma desproporcionada por una localidad en el patio de butacas...

Cuando comprendió que ni Paganini redivivo, el propio diablo o el mismísimo Dios tocando sobre veinte cuerdas habrían obrado distinto efecto, obtuvo la calma.
 Porque nunca había aplauso.
Salvo una noche, en que un grupo de jóvenes, componentes de una banda de jazz, se agruparon en torno a él, lanzándole  chistosas ocurrencias,  medio en serio medio en broma, teñidas de reto y un tímido apunte de admiración.
Por lo demás apenas ya nadie transitaba tan entrada la noche; tipos raros que siempre había evitado. Por miedo a que hirieran, por pura maldad, a Norma. Sabía que podía suceder.
A aquella morena y pequeña Norma a quien hubiese bañado en lágrimas implorándole perdón si no fuese por que las lágrimas dañarían irrevocablemente su carne dulce de abeto de Aquitania.
Comprendió que los escalofríos que recorrían su espalda eran producto de la fiebre. Llevaba varios días que no se encontraba bien. Entonces pensó que si, finalmente, cualquier madrugada, antes de que finalizase aquel invierno, no tuviera un refugio digno o muriese, no había previsto el destino de Norma. Un destino de prima dona. Pensó que aquella misma noche, en cuanto llegara a la miserable pensión, escribiría al húngaro aquel que estaba en la Sinfónica de Tenerife o mejor a la precoz muchacha aquella del Cuartet Strings... 
¿cómo se llamaba? ¿qué nombre le pusieron por fin?... la precoz muchacha tendría ya cuarenta años.
El cansancio le hundía los hombros. Como si tuviera que estar tocando como un acróbata, soportando sobre sus clavículas al húngaro y la cuarentona, a la innoble concertino de Padua, al imbécil del director aquel de Valencia. Al ayuda memo de Sevilla... ojalá pudiera darse de bruces contra el suelo, si tuviese la certeza de que todos los que habían trepado por su espalda se fueran al traste con él. Él ya no podía caer más bajo. Él ya estaba a varios de metros de profundidad.
Pero estaba vivo. ¿Era eso lo mejor?. Recordaba a James y a Enríquez, que se mataron por aquella carretera comarcal, cuando acudían a la audición. El dios de las paradojas, antojadizo, arbitrario, gratuito, decidió que James lo sustituyese a última hora porque él tuvo que quedarse en el hotel, delirando con cuarenta de fiebre. Como ahora.
James y Enríquez no llegaron a tocar el  Réquiem que habían preparado. El Réquiem lo tocó él, en el homenaje, un mes después.
Quizá también estaba a varios metros de profundidad aquel notario, en cuyo opulento despacho firmó la escritura del local de la tienda. Al leer el reverso de su carnet, el hombre lo miró por encima de sus gafas y con voz atiplada le comentó, enfáticamente, que admiraba sobremanera su condición de instrumentista, que a eso, en realidad es a lo que le hubiese gustado dedicarse porque era la más hermosa profesión.: “Pues cuando usted guste, señor Font, nos intercambiamos el oficio”. Él entonces pisaba fuerte. Pero no tenía una rúbrica tan enrevesada como el señor Font  y al poco ni siquiera el crédito de que cumpliera sus compromisos. El señor Font mañana llegaría a un despacho aún más opulento y él se imponía el  suplicio de ejercer la más hermosa profesión una atroz media hora más; por si alguien, un loco, un iluminado o un imbécil le echaba un billete.
De la tienda... aquella gran tienda especializada en música antigua.  Decorada con vidrieras modernistas, repleta de selectos facsímiles, partituras, libros, instrumentos, cuerdas de tripa, discos, y accesorios... de eso que le preguntaran a Cabanillas y a  Mendizábal. Ellos lo deberían saber.
Más que la estafa mezquina de sus socios le dolió más que  Sarah, tras, la debacle, definitivamente se marchó. Pero no fue una premeditación. Todos le advertían que Sarah estaba al límite y que cualquier nuevo paso en falso sería la famosa gota...
De repente se perdió. Paró en seco y se preguntó qué demonios estaba interpretando que nada tenía que ver con la partitura. Se quedó en silencio, intentando reconstruir sus últimos pensamientos coherentes.
En ese instante un vagón, con una potencia extraordinaria, avisó de su llegada pitando en Fa mayor. 
"Estación Metro". Óleo de Ernest Descals Pujol
Era un tren forrado de terciopelo burdeos, como los telones, como las butacas, como los trajes de la mujeres vistosas que bebían champán. Y estaba adornado con las flores de la buganvilla. A través de la primera ventana vio al Padre Sebastián, que le redimía de lavar cubiertos en el internado a cambio de cantar en el coro. Y un poco más atrás a su posible nieto, ¿o era nieta?... El hijo de Mónica, que le decía adiós. Solícita y tierna, como siempre, a su madre, gritándole que dejara un ratito de tocar, que le traía café. Y papá Haydn, dormido, mientras Glinka le daba codazos señalándolo y Ligeti le mostraba un metrónomo enorme. También Lucía avisaba a Mariana de su presencia. Y junto a ellas Sarah, que suspiraba y giraba la cabeza con un mohín.
Por fin el vagón se detuvo, mientras comenzaba a exhalar vapor, o una especie de incienso azulado que se expandió, asfixiante y caliente hasta sus pies. Las compuertas se abrieron y oyó  la voz de su hermano Alex instándole a subir. Y doña Josefina, la patrona de la penúltima pensión, con su bata de lana, advirtiéndole que no se lo decía más. Bach, sin peluca, le suplicaba que “siquiera por el pobre animal”; porque allí estaba también el astuto y distante Bloss.
Apenas distinguía las puertas, aún abiertas de par en par. Le costaba respirar y el vaho que se adueñaba del andén le quemaba las fosas nasales.
Vaciló.
Entonces la máquina emitió una serie de nuevos pitidos, in crescendo. Imposibles de ignorar.
-¡Esperad! ¡esperad!
Cuando recuperó la conciencia estaba en una cama, junto a la pared de un pasillo. Olía a hospital. La luz blanquecina y monótona le hizo entornar los ojos otra vez. Entonces sintió el dolor; a ráfagas crueles e intermitentes. Intentó mover las piernas y gritó.
Una enfermera se acercó a él y ajustó la palomilla del goteo. La agarró de un pico del uniforme y no pudo más que gimotear.
-Tranquilo. No ha sido grave. Da gracias a Dios; has tenido mucha suerte.
-No recuerdo... no sé...
-Ah, pues ni más ni menos que te has caído a la vía del metro; eres un hombre de suerte, primero porque no venía nada. Segundo porque parece que sólo te has fracturado los pies. No se sabe aún. No ha salido la placa... hay que esperar.
Ella fue a retirarse. Pero él, acopiando fuerzas, no la soltó. Un temblor incoercible se apoderó de sus labios. El miedo le quebró las palabras y comenzó a llorar.
-Tranquilo, hombre, que de ésta sales, ya lo verás.
-¿Y mi viola?
La mujer señaló una gran bolsa anudada, enganchada a uno de los accesorios de la cama. 
-Aquí están tus cosas, el abrigo, un violín... nadie te ha quitado nada.
-¿Se ha roto?
-Venga, tranquilo. Ahora a no pensar.
La enfermera con gesto decidido se apartó de la cama.
Él pugnaba por no sollozar. Y una frase le martilleaba átona y simple:  “Si vas a llorar que sea piano. Si vas a llorar que sea piano”.
Transcurrieron unos minutos hasta que una señora de mediana edad se aproximó a él.
-¿Está usted solo? ¿no lo acompaña ningún nadie?
-Norma... Norma...
-¿Dónde está?- la mujer miró a su alrededor.
-La viola... ¿se ha roto?
-No sé...
-Por favor, se lo suplico, mírela usted... mire si tiene algún destrozo.
-No sé...-la mujer, indecisa, seguía mirando a algún punto intederminado.
-Por favor- le insistió.
Ella abrió la bolsa con sus pertenencias. Alguien había tenido la precaución de guardar el instrumento en su funda. La abrió. Nada parecía anormal.
Él erguía la cabeza y se apoyó, dolorido sobre los codos. La mujer lo expuso frente a él.
-Gírela despacio, por favor.
-¿Así?
-Así, sí, muchas gracias. Muchas gracias.
-¿Lo guardo ya?
-Sí, sí... muchas gracias. No sé cómo agradecerle...
-No es para tanto, hombre...-seguía sus instrucciones- ya me supongo que estas cosas cuestan caras. Pero ¿ve? Lo que quiera que le haya pasado le ha pasado sólo a usted.
Él casi sonreía. Conmovido. Incrédulo. Reconfortado.
-Gracias... gracias... gracias...
-No es para tanto... y ahora, tengo que volver a mi sitio. Estoy pendiente de un familiar.
Él asintió con la cabeza, sonriéndole levemente. Vulnerable, indefenso... aliviado.
Quizá pasaron pocos minutos. Quizá toda una hora. Ya daba igual. Comenzó a murmurar una pregunta.
“¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí?”.
Otra enfermera, mayor, rubia, un poco entrada en carnes se aproximó para empujar, por fin, la cama hacia algún lugar.
-¿Pues cómo va a ser, hombre?... en la ambulancia... ¿cómo va a ser?...

3 comentarios:

  1. ¡Y que luego te dejes impresionar por mis taburetes decorados y mis chorradas...! ¿Cómo era eso...? ¡Ah, sí! ¡Hija de mi alma! Precioso, Lucius. Precioso y tristísimo! Lo siento, no soy capaz de decir nada más inteligente. ¡Que gran talento tienes! ¡Y que bien sabes manejar ese talento! Te admiro por lo bien que sabes decir y contar las cosas.

    Y esa foto... ¡No me digas que tocas el violín! ¡Sería el colmo! Me dejas pasmado.

    Gracias por compartirlo.

    Besos y abrazos.

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  2. La violinista es Beatriz Galván Ferroste, ex niña prodigio, apartada de su carrera concertística a causa de un desgraciado incidente. Más tarde se casó con el afamado psiquiatra Julio Pozzi, hijo a su vez del enimente maestro Maurizio Pozzi. Los tres murieron trágicamente a mediados de los 80. La prensa se ocupó largamente de ellos. Y la rumorología amarillista se alimentó durante meses de la historia de aquellas circunstancias.

    Ah, tus taburetes me impresionan mucho, muchísimo.

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  3. ¿Beatriz Galván? Cuánto tiempo.
    Recuerdo al viejo maestro.

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