RAQUEl
Relato finalista del VII Certamen de Narrativa Breve
"Vales más que tu imagen" Ayuntamiento de Valencia"
Quería alzar la pierna, embutida en unas medias de rejilla, y dibujar, frente al telón granate, la perfección de su muslo elevado al infinito. Balancear con elegancia los ángulos de sus caderas al compás de la mirada impasible del bandoneón, extendiendo, con mentida intensidad lo liviano de su esencia. Y a golpe de desenfrenado clarinete conjuraba el coraje, la determinación mineral.
Quería ser una garota de Río. Sudar y hacer brillar su vientre en Carnaval. Estremecer las nalgas firmes a ritmo vertiginoso y ondular un cuerpo de alucine. Y abrir la verja carmín de sus carcajadas anchas a través de los gruesos labios y sacarse, al amanecer, el casquete con plumas de ave del paraíso para que la melena negra y salvaje siguiera bailoteando sobre su espalda. Quería la potencia de sus músculos y las doradas curvas que explotaban sensualidad.
Quería ser la rubia elegante del anuncio de colonia. La de ojos achinados y dulces. Corriendo entre las olas y salpicando fresca fragancia. La chica de vaporosa túnica que al final se sumerge como una walkiria mientras un fragmento de aria acomoda su pronunciación al fabricante de París.
Quería ser el busto de la foto. La modelo exuberante que publicitaba lencería milagrosa. Quería aprender a posar con picardía el índice sobre su boca, mientras un mechón insolente le tapaba medio ojo. Y lucir con natural descaro la exuberancia de aquella feminidad. Y proyectar la sonrisa sobre los turgentes senos, la orografía envidiable surcada de puntillas de encaje color champán.
Quería ser, cuando creciera, la mujer ideal; la Barbie de su infancia en piel y hueso, de cinturita estrecha y fémures kilométricos. La chica inalterable, a la que las hormonas no le hincharían el vientre, cuando sufriera de síndrome premenstrual. La muñeca sexual que jamás se avergonzaría de la inevitable celulitis. La exhibicionista de perfección. La que a todos volvería locos. La mujer anuncio. Los labios abultados y jugosos, el maquillaje perfecto, la línea de khol exacta. La sonrisa sobrenatural...
Y los andares sofisticados, bajo una mirada agresiva y cara de mal humor. Así debían mirar las féminas inalcanzables. Un mohín de felino disgusto y las manos en las caderas. Y las transparencias soñadas, los tacones vertiginosos y las rodillas flexibles, como de ave acuática surcando la liviandad.
Se embebía en la revista con avidez de belleza. Retando al monstruo cruel de la voluntad. Devorando imágenes y elucubrando con la estafa del porvenir.
Mientras el sol del verano se filtraba como un insulto a través de la persiana a medio bajar. Mientras las muchachas de su edad jugaban a las palas en la playa con el cuerpo imperfecto y las risas sin misterio.
Allí no hacía calor. Y ella siempre tenía las manos frías, la punta de nariz fría y lo hondo de las pupilas también. Con su pijama de cuello bebé. La cama sobre el suelo... y nada más. Porque en el cuarto no había tele, ni mesilla, ni cajones, ni espejos, ni armarios. La cama y nada más. Era como una celda de castigo, en previsión de todos los ecos del mundo que los psiquiatras decían que podían causarle tanto mal. Allí estaba por chantaje: “O comes o nada”. Ellos se lo habían hecho ver. Pero ella siempre veía la distorsión en sí. Le daban un margen de confianza; lloraba, queriendo lograrlo, pero la última vez volvió a vomitar. Y otra vez al cuarto con la cama, la cama pelada y nada, nada más. Le habían robado la revista. Y en venganza se deleitaba con todo el arsenal de glamour que las mujeres de mentira emanaban con su irresistible poder. Cuando entró la enfermera se la quitó; le riñó con poca dureza, pero se la quitó. No importaba, tenía a las mujeres estrella tatuadas en su cabeza. A las diosas inimitables del papel couché. La enfermera, al fin y al cabo no era nadie. Y ella no necesitaba más que su determinación. Su constancia indoblegable. Su obstinada religión. Su codicia sin fin.
Antes de que se marchase le pidió ir al wáter. La enfermera tenía la llave, así que la sacó del bolsillo y abrió la puerta. Luego volvió hasta su cama, le desconectó el suero y la ayudó a incorporarse. Sobre la alhmohada quedaron, como rastros de princesa desheredada, los cabellos de oro de cuento sin hada madrina ni calabaza alguna. Y sus ojos sin brillo parpadearon con lentitud.
Era una parca con mirada de ángel. Y las clavículas horadaban las nubes juguetonas estampadas en la batista. Ella misma era una porción de cielo enjaulado tras los barrotes de su caja torácica. Ella misma era el arco iris en una gama de grisella. Ella misma era el gemido de un violín en pleno adagio. Ella misma era una estrella fugaz. Ella misma era una constelación salpicada por el rosario prominente de su columna vertebral. Ella misma era un sendero de huellas. La enfermera la cogió en brazos. A cada año le correspondían dos kilos. En agosto cumpliría diecisiete.
( Siempre le habían dicho que era la mejor edad).
Esto es muy triste, Lucius, pero por supuesto, muy bonito y preciosamente escrito.
ResponderEliminarGracias.
Besos y abrazos.