Segundo Premio del XXI Certamen Literario "Álvarez Tendero"
R E I N A
Yo nunca leía los horóscopos porque
alguien me había comentado cómo se confeccionaban y porque aunque empezara desde
Aries para llegar a Piscis cualquier contingencia tenía que ver –igual que la
letra de las canciones- con mi vida o con mis expectativas. Aquello de “el amor
está cerca” o “ una novedad va a irrumpir en su existencia”... ¿a quién no le
venía como anillo al dedo?.
Yo nunca leía los horóscopos y sí las
ofertas de trabajo. Cada vez con mayor desgana, con mayor tristeza casi teñida
de autocompasión. Porque jamás lograría vivir de aquella carrera tan hermosa,
tan de letras, tan difícil... encontraba más belleza en Jenofonte que en los
gráficos de Microsoft... y la prosodia, en este siglo, parecía absolutamente
inútil.
Debí haber nacido en el anterior, cuando aún se respetaban las leyes de
la hospitalidad, y se daba culto a los mitos y un aroma neoclásico impregnaba
las glorietas cursilonas de los parques y los niños, nada más mudar los dientes,
conjugaban aoristos. Pero entonces, y eso también era un importante matiz,
debería haber nacido hombre. De cualquier modo no creía en la astrología ni era
aficionada a la página de pasatiempos porque el tiempo se me pasaba solo, sin
tener que rellenarlo con las siete diferencias ni aguzar la vista intentando
condimentar la sopa de letras. Ya tenía en mi cabeza mi propia ensalada de
letras, y era tan caótica que se mezclaban en ella una lánguida gamma con el
último recibo de la comunidad.
Había concertado una entrevista en la
empresa de telemárketing. No les parecí mal. Y me habían citado para el
siguiente lunes. Soy muy modesta, pero he de reconocer que tengo una bonita
voz. Tendría su importancia, eso pensaba, un tanto ingenuamente, ya que de lo
que se trataba era de promocionar un tratamiento “antiedad” y ser convincente
con el listado de señoras de acreditada madurez en mi mano. Vendería mucho.
Siquiera por demostrar que podía vencer aquella especie de estigma con el que
me señalaban y que me lastraba con la sempiterna etiqueta de ser poco práctica.
Cada mañana acudía a impartir mi clase
particular a un chiquillo que se había fracturado las piernas en plena
travesura y que no podía asistir a clase porque en el colegio no había ascensor
y sólo acceder a él ya era suficiente odisea para los profesores entrados en
carnes, puesto que el portón principal estaba exactamente a doscientos
veintiséis escalones, en una acrópolis, perdón, en una especie de promontorio
quiero decir, que había quedado dominando la autovía.
Al pequeño desesperado tenía que
mantenerlo al día con la lengua y la literatura, pero él se aburría y su única
pretensión era que las horas transcurrieran rápidamente y que las corazas de
escayola repletas de firmas y dibujos japoneses quedaran para siempre en el
hospital.
El jueves vi el cartel.
Nada más salir del portal. Pegado con
cinta adhesiva al buzón de correos.
“Se ha perdido una perrita que atiende
por Reina. Es pequeña, blanca, dócil y muy cariñosa. Ve mal. Por favor, si la
encuentra pase por el nº4 de la calle Salazar”.
El letrero estaba situado a baja altura,
sin embargo los caracteres, aun siendo claros y en letra de imprenta,
evidenciaban un trazo temblón y en las mayúsculas un remate un tanto
caligráfico. “O un niño o un anciano -pensé- qué propio... se le habrán
quitado las ganas de comer. Y no hará más que
gimotear, mirando por la ventana. Dando vueltas en la cama y sufriendo al
imaginarse a Reina deambulando para pasar la noche enroscándose en cualquier
rincón”.
El nº 4 estaba a
diez casas de la mía. Igual hasta me había tropezado con la perrilla y su amo
infinidad de veces; pero no lo recordaba. Entonces tuve la certeza de que yo la
iba a encontrar. Que atravesaría el nº 4 para dar una alegría a su dueño. No
prometían recompensa. Sí, quizá era un anciano. Quizá el anciano aún creía en
un mundo que se alimentaba de buena gente y buena voluntad. Quizá para el
anciano era obvio que si alguien la reconocía correría con ella en brazos hasta
llamar a su puerta. Quizá simplemente el anciano no podía recompensar más que
con unas lágrimas de gratitud y una caja de galletas surtidas.
Lo cierto es que a
la vuelta di un largo paseo buscando a Reina con la ilusión de poner término
a la inquietud del humano y la pesadilla del animal.
La llamé por el jardín público y por los
callejones de los alrededores. La busqué por la avenida en obras –si veía mal
podía haberse caído en una zanja- y por las cercanías de la arboleda. Miraba a
un lado y a otro, sin ser muy consciente de que la buscaba. Hasta que me fui a
casa del mal humor sin saber por qué, aunque era evidente. Hice exactamente
igual el viernes, el sábado y el domingo.
El lunes me
arreglé con esmero para causar buena impresión en el presunto trabajo, a ellos
tanto les daría, total, para vender por teléfono... Nada más salir me topé otra
vez con el letrero, que se me tornaba cada vez más ansioso, más urgente. Crucé
la calle y me dirigí a la parada del autobús.
Esperaba en la cola cuando la vi. En la
plazoleta. Merodeaba moviendo el rabo en torno a unos obreros que desliaban el
bocadillo. Era pequeña, blanca... y sin duda muy dócil. El autobús llegaba...
pero yo ya no subí a él.
“¡Reina! ¡Reina!-
la llamaba excitada mientras me iba acercando. El pobre animal me esperó, como
si me conociera de toda la vida, como si no hubiese nunca hecho otra cosa que
esperarme. Rebusqué en mi bolso; sólo tenía un caramelo y se lo ofrecí. Se lo
llevó entre los dientes sin vacilar. Me acuclillé a su lado y le rasqué la
cabeza mientras le buscaba el collar, pero no tenía. Me movía el rabo
alegremente y se dejaba hacer. Así que cuando creí que le inspiraba suficiente confianza
la tomé en brazos, a lo que su cuerpecillo opuso una leve resistencia. Me
sentía tan satisfecha que ni reparé en el autobús, que hacía rato se había
marchado sin mí, como sin mí transcurría la hora de la entrevista con la nueva
cosmética del milenio.
Cuando llamé al
nº4 estaba intentando establecer la equivalencia del número aproximado de botes
de crema que hubiera tenido que colocar para sentir una plenitud semejante.
Abrió una mujer que respondía con bastante exactitud a mis hipótesis; tendría sobre
setenta y muchos si no ochenta y pocos. Era menuda y al quedarnos frente a
frente, con expresión algo sorprendida, subrayó intensamente su silencio con un
vaivén descontrolado de cabeza.
-¡La encontré!.
Buenas noticias, señora, le traigo a Reina. ¡La he encontrado!
-Pase usted, hija,
pase...
Cerró la puerta y
me invitó a sentarme en un pequeño sofá. Yo instaba a Reina a saludar a su ama.
Pero aquel encuentro emocionante, pese a mis expectativas y mi impaciencia, no
se produjo.
-¡Vamos, Reina,
qué no se diga!. ¡ Saluda a tu ama, lo preocupada que habrá estado por ti!
-Pero...
-Es aquí ¿no? ¿no se
le había a usted extraviado una perrita?
-Sí...- afirmaba,
aunque el movimiento su cabeza era pura negación- sí.... pero no es ésta...
ésta no es...
-¿Cómo?
-Se parece...
algo. Pero no es.
Noté un mazazo de
desilusión. Un mazazo que casi se tornaba audible en forma de risotada, como si
una voz malévola y burlona, entre carcajadas, me llamase idiota.
-Siéntese...- me
insistía la anciana- lamento que se haya tomado la molestia de venir hasta
aquí... ¡qué más hubiese querido yo que ésta hubiese sido Reina!... como es
usted muy joven la voy a tutear. Ahora iba a tomar un poquito de café ¿quieres
una taza?
De repente me
sentí inútil y como mi ya amigo Prometeo, sostenía el peso de mis tontas
ensoñaciones sobre mis espaldas. Se me venían a la cabeza los slogans de la
pomada antiarrugas y la entradilla con que supuestamente había que abordar con
éxito los prolegómenos de la venta telefónica. Le dije a la pobre señora que no,
que me iba, que tenía prisa -siempre se tiene, en estos casos-, pero a cada
excusa me iba encaminando hacia la cocina y cuando el café molido, por culpa
del Parkinson, espolvoreaba la encimera, me descubrí a mí misma llenando la
cafetera, mientras la falsa reina, la corriente callejera desvergonzada,
trataba de rebuscar algo comestible en el cubo de la basura.
Tomé el café con
doña Julia en unas pequeñas tacitas de china que yo misma, según sus
indicaciones, saqué de la vitrina. Mientras sus manos huesudas temblaban y
temblaban. Y temblaba su cuello y su cabeza, y temblaba su voz.
-Hoy estoy muy
mal... no sé qué me pasa... pero hoy estoy incapaz.
Me sorprendí
siendo consolada de mi decepción; como si tal fuese para mí más palpable que
para ella misma. Me sorprendí triste y autodiagnosticándome debilidad para
combatir en el circo en el que me había tocado combatir –tengo deformación con
la historia antigua y razono a base de metáforas- a fin de cuentas el mundo
cuyos resortes mejor conozco.... dioses, gladiadores, héroes y mitos... .Poco tenía que ver nada de
lo que me rodeaba con todo eso. Era, sencillamente, una tonta buena persona y
por lo tanto... una condenada a ahogarme en un mar tan proceloso como la vida.
Doña Julia, a todo
esto, intentaba agasajarme como a un niño pequeño. Hasta con peladillas.
Así que me atrapó.
Me conmoví hasta
la médula en aquella casa modesta y ordenada que proclamaba decadencia y
soledad. Olía a humedad, a ese poco trasiego de quietud y vejez, una especie de
impregnación en la madera a sopicaldo triste y ropa sin renovar. Doña Julia no
tenía televisor ni asistenta. También la escasez se puede oler. Un tufo a
acomodación venida a menos, a recontar en la cartilla la pensión insuficiente.
Poco sol y algunos objetos exquisitos, defendidos con uñas y dientes, en el
estante recóndito de un mueble proclamando hitos de décadas pasadas. Claves de
nostalgia inmóvil, intraducibles y cómplices. Sencillos y entrañables en sus
misterios. Arcanos en el transcurso del tiempo.
Allí pasé la
tarde, sosteniendo aquella añosa mirada azul donde aún latía la intensidad.
Tanto que, al volver a notar el fresco de la calle, levemente contagiada, a
todo decía un insistente no con el gesto. Al salir me llevaba a la inocente
impostora, a la reina destronada desde sus orígenes, que delataba la
imposibilidad de ser la que podía haber sido, con el continuo movimiento
agradecido de su rabo. A la verdadera Reina, con días, se lo cortaron y su
alegría era la oscilación rápida y nerviosa de un muñón. Cuando entré en mi casa
yo misma olía a recuerdo añejo, a ternuras intermitentes y ansiosa
interrogación. Llegué con la perra a cuestas, liberada de vender juventud
mentirosa, extractos placentarios para retomar la vanidad. Aquella noche dormí
con Dido, que también era reina aunque de otro país -a mí me gustan los mitos-.
Dido a mis pies y Doña Julia sobre mis ojos, instalada, con aquel desquiciante
temblor, en mi cabeza.
Al día siguiente
paseé por enfrente de su casa y la adiviné tras las persianas. Desvaída y
silente. Aguardando un timbrazo y la compañía perdida. Al cabo de tres días no
resistí la tentación de entrar a preguntarle si había novedad. Merendamos de
nuevo juntas. Y sospeché que no había comido. Se lo di a entender con cautela.
-Me baila hasta el
estómago... -murmuró en tono de disculpa. Y un poco después me confesó que
evitaba trajinar con el fuego. Que estaba torpe de movimientos y temía provocar
un incendio. Que no confiaba en su memoria. Que qué pena.... que todo el día
callada o dándose y quitándose la razón. Que qué ironía... venir a encontrarse
a solas con su consciencia cuando su consciencia ya no era de fiar.
Doña Julia tenía
un acento cálido e indeterminado, un cuerpo pequeño y una tez clara, salpicada
de manchas oscuras, el deterioro de los años, pero destellaba en ella un vago
vestigio de la mujer hermosa y distinguida que, sin duda había sido; sus rasgos
finos y la intensidad de su mirada así lo proclamaban, con una particular
sonrisa, serena y acogedora que me sugería la pervivencia de una capacidad de
soñar... soñar aún. Yo le preguntaba por Reina, y ella me respondía
interesándose por Dido, como si la ausencia de su única compañera no le
estuviera produciendo la inquietud y la zozobra que yo esperaba. Conversaba
temblorosa y pausadamente, construyendo las frases de modo cuidado, con un
vocabulario matizado y culto. Cuando regresé a casa no conseguía desprenderme
de su magnetismo, y deseaba saber de su pasado y de su soledad.
No sé cómo se fue
adentrando en mi vida ni de qué forma un domingo por la mañana me sorprendí
dejando todos mis planes para presentarme en su casa con una ollita para
almorzar juntas las dos. Se azoró como si la embargara una vergonzosa
indecisión, pero cuando extendió un mantel antiguo con vainicas tenía una expresión tan gozosa, tan gozosa,
que no podía ser verdad. Comió con un relativo apetito bajo mi mirada atenta,
mientras me comentaba anécdotas y yo paseaba mi vista por las fotografías
distribuidas por la casa. Me atraía sobre todo una, un primer plano de un
muchacho de ojos grisáceos, pelo ensortijado y sonrisa perfecta.
-Mi hijo- explicó
alargándome el marco.
-Qué guapo, Doña
Julia... -elogié con sinceridad- estará usted orgullosa.
-El mejor hijo del
mundo. Tierno, sensible, inteligente, voluntarioso... mi amor. El mejor hijo
que una madre pudiese aspirar a tener...
No quise
interrumpir su pugna por evitar las lágrimas, pero interiormente me indignaba
que tan maravilloso hijo no se ocupara de ella algo más. No me permitió seguir
con mis injustas elucubraciones: Luis, así se llamaba, el mayor. Un accidente
estúpido truncó su vida cuando comenzaba una carrera brillante como
concertista. Un algo tan absurdo, tan inconcebible... tan inexplicable como un
resbalón en el baño. “Para volverse loca, hija... para volverse loca- me repetía
una y otra vez- La pena más grande que se pueda imaginar...”
Terminamos con las
manos enlazadas, apuntándonos mutuamente retazos de esperanza salpicados de
confidencias. Mi talante casi grotesco de puro ingenuo... sus años de rumiar
músicas queridas y tonos de voz ya inexistentes... mi mediocridad flagrante...
su resignación a desaparecer sin dejar a nadie atrás... mi lastre de
hipersensibilidad inútil...
La ollita volvió a
viajar de mi casa a la suya casi a diario. Después del paseo a Dido
invariablemente terminaba allí. Al principio, porque una especie de
irrefrenable compasión me hacía creer que aquella vieja dolorida y dulce que se
extinguía sabiamente a golpe de temblores inconexos, sepultada en un desierto
de afecto... ante la indiferencia de
todo un planeta... me necesitaba. Muy pronto porque comprendí cuánto, cuánto la
necesitaba yo. Su fuerza, su apoyo, su energía cuando me hacía sentir especial
y valiosa... cuando me hacía reconocer cuánto ignoraba acerca de mí misma, de
lo que no me consentiría renegar.
Arrugada y empequeñecida... era a veces el
motor de mi voluntad. Se me hizo imprescindible; su comprensión, sus opiniones
certeras... sus consejos, que eran una brújula inestimable.
Descubrí que la quería una mañana, cuando me enfadé
por haber puesto sal en el cocido, y me llamé estúpida porque la sal a Doña
Julia no le convenía. Descubrí, al poner el acento en la u, que lo del
horóscopo era cierto, que el amor estaba cerca. A diez casas. Supe que la
quería. Que la quería mucho. Que sus palabras me importaban, que su dolor me
causaba dolor, que necesitaba saber que
me esperaba y que, cuando al marcharme le abrigaba las piernas con una
manta de viaje, sus ojos azules me seguían con una paz inexplicable y yo me
henchía de bienestar.
A los pocos meses
de nuestra extraña amistad Doña Julia sufrió una angina de pecho. Vi la U.C.I.
móvil desde mi ventana y me sobresalté. Corrí por la acera presa de
nefastos presentimientos. No hacía falta
ser una maga.
La acompañé en la
ambulancia hasta el hospital, viendo languidecer sus ojos en su palidez de
mater dolorosa envejecida.
Pero ganó la
batalla; frágilmente, provisionalmente.
Estuvo en el
hospital bastantes días. Yo me separaba de ella lo imprescindible. Le leía, le
contaba episodios hilarantes de mi vida que la hiciesen sonreír... vigilaba que
cumpliese las prescripciones médicas... pero doña Julia era una magnífica
paciente. Jamás protestaba, jamás molestaba... se pasaba el rato rogándome que
la excusara por abusar.
Siempre que me
hablaba de su hijo el músico se refería a “el mayor”, por lo que deduje que
había tenido más hijos, de los que sin embargo no me habló, si bien aludía a
varios nombres propios muy familiares. Luego se quedaba silenciosa y parecía
debatirse en hondas reflexiones, hasta que se fatigaba, encogiéndose de
hombros, como disculpando a quien fuese o lo que fuese. Yo adivinaba alguna
historia difícil de explicar. A través de nuestras charlas supe que su marido
había sido periodista e incluso alcanzó una cierta fama en la provincia. Gozaron
de una posición desahogada y bastante relevancia social. Las tertulias de su
casa eran célebres, y participaban en ellas literatos locales y músicos. La
música había sido siempre su gran pasión. Pero ni de su viudedad ni de sus
otros hijos me habló. Así es que cuando el médico preguntaba por los familiares
siempre me miraba a mí. Y yo terminé por recibir las explicaciones y aventurar
líneas de actuación para cuando le diesen el alta. A la postre terminé
haciéndome cargo de la situación. Volvió a casa en una silla de ruedas y yo me
instalé en su cuarto, en una cama portátil que aquella misma tarde me apresuré
a comprar en un hiper, incapaz de dejarla a su suerte, cuando la vida, tan
rica, tan plena de intensidades y emociones se le escapaba discreta y silenciosamente,
como en consonancia con su persona. El cardiólogo, en el pasillo, me advirtió
de lo precario de su estado. Su corazón no aguantaría mucho más. Yo lo
escuchaba con la espalda apoyada en la pared, mientras los sollozos se
agolpaban en mi garganta y mis dedos rompían en mil pedacitos un pañuelo de
papel.
-¿Llegará a su
cumpleaños?-le pregunté esperanzada.
-¿Cuándo es?
-A finales del mes
que viene.
El hombre se quitó
las gafas y las limpió en el filo de la bata, en una maniobra inconsciente para
no mirarme al fondo de los ojos.
-No lo sé.
Pero sí lo sabía.
Adelanté su regalo
de cumpleaños. Un regalo que a mí me ilusionaba más que nada en el mundo. Algo
que yo había minuciosamente preparado, ideado a raíz de las charlas pausadas a
lo largo de las cuales ella me había ido contando cómo uno de los momentos más
inolvidables de su vida se produjo cuando cumplió cincuenta años. Su marido le
regaló una joya exquisita y para agasajarla preparó la actuación de un quinteto
de cuerda, compañeros de su hijo, con la intención de que interpretasen
especialmente para ella el Concierto nº6
de Arcángelo Corelli, el preferido de Julia, por ser el que tocaron un
lejano día de Navidad, cuando se
conocieron. Una contingencia impidió que los músicos llegaran, por lo que Julia
se quedó sin la segunda parte de su regalo. Cosa que siempre lamentó.
-Doña Julia,
muchas felicidades por su cumpleaños.
-No es hoy,
preciosa... aún falta un mes.
-¡Qué cabeza la
mía! ¿cómo he podido confundirme?
Yo estaba nerviosa
ante la perspectiva de darle aquella sorpresa. A media tarde llegó el quinteto.
Muy jovencillos, alumnos del Conservatorio. Los había esperado a la salida de
las clases y les propuse una actuación. Cobraban diez mil por persona. Yo no
sabía cómo, pero estaba dispuesta a pagar. Sugerí mi idea y se rieron. ¿Un
concierto a plazos?. El viola incluso dijo que sin mediar dinero y el
violonchelo se sumó. Se ablandaron y llegamos a un acuerdo: la mitad.
Se distribuyeron
por el salón y allí conduje a doña Julia que empezó a aplaudir débilmente,
mirándolos y mirándome luego mí, con los ojos brillantes de entusiasmo. Sonaron
las notas de Corelli, especialmente para ella. Yo me salí de la habitación. No
podía compartir su regalo. Y además me traicionaban mis sentimientos. Los
muchachos se portaron extraordinariamente y cuando se marcharon Julia se abrazó
a mí, temblando de emoción, dándome las gracias con una alegría absoluta,
confesándome que era feliz, feliz, feliz.
A los cuatro días
murió. Dormida. Acaso diría que aún la embargaba la felicidad, si es que alguna
muerte pudiese sobrevenir en ese estado de pura entelequia. ¿Lo precipitó mi
imprudencia al someterla a aquella intensidad?. Tengo mi conciencia en paz.
Prefiero creer que tuvo lo que le pertenecía. La oportunidad de sentirse vital,
extraordinariamente vital y única... cuando ya apenas restaban bazas.
Me ocupé de todo.
Fue sorprendentemente rápido o yo no tuve tiempo de aceptar que aquella
aventura terminaba. Después de tantos años de compartir la misma calle
ignorando nuestra mutua existencia para llegar tan tarde, tan
irrecuperablemente tarde. Me sumergí en un estado de paradójico vacío, un
contraste nuevo, entre la satisfacción y el desencanto. Entre la tristeza y una
desconocida serenidad. Luego, una vecina me hirió como suelen herir los necios;
con patrañas y vulgaridad. Sonriendo como me figuro deben sonreír los
espíritus maléficos, oscilantes entre la
mezquindad y la envidia.
-Al final todo
tiene su recompensa ¿no crees?... bregar con la pobre vieja que no estaba buena
de la cabeza... pero mira por dónde sabías lo que te hacías... me ha dicho un
pajarito que la casa te la deja a ti.
Yo enmudecí.
Temiendo por un instante que fuese cierto. Que la hermosura se pudiese
contaminar. Horrorizada de que doña Julia, en algún momento, hubiese podido
sospechar un solo atisbo de interés.
Cuando días
después llamaron a la puerta de mi casa, al abrir me quedé sin aliento:Luis, el
hijo muerto, acudía desde el mismísimo Hades a entrevistarse conmigo. Algo
envejecido, con menos pelo y un poco más gordo que en la foto. Fue tal mi
conmoción que él debió notarlo.
Le hice pasar, mientras Dido lo olisqueaba, sin
aullar, que es lo que se supone que un perro debe hacer frente a un fantasma.
-Usted... usted...
el hijo de doña Julia... usted... ¡no ha muerto!
Y se sonrió. Se
sonrió como disculpándose por no haber muerto, por no ser el hijo de la
difunta, por no ser pianista, por haber estado de viaje durante todo el mes
anterior...
Había sido un
antiguo alumno de doña Julia, cuando ésta era la temible catedrática de
instituto que llevó por la calle de la amargura a generaciones enteras de
estudiantes. Era abogado, había mantenido un estrecho contacto con ella y venía
a aclararme algunos términos de la carta que ella misma le había hecho llegar.
Doña Julia, ciertamente, no tenía herederos.
Toda su vida permaneció soltera. Y la casa que supuestamente me transmitía,
sencillamente no me la podía legar puesto que su permanencia en ella se debía
al puntual pago de una renta antigua. El dueño se había ofrecido incluso a
sufragar los gastos de una residencia, pero ella se había negado arguyendo la
esperanza de conocer aún a gentes que mantuviesen su ilusión. Doña Julia no
tenía nada, nada en propiedad. Nada, salvo su corazón y los hilvanes de sus
recuerdos, alterados por la enfermedad. Luis... su alumno predilecto... su hijo
de algún modo. Quizá a él lo amaba más que a ningún otro. La confusión del
amor.
Nos fuimos juntos
a comer. A él le había contado que tenía noticias de su única nieta. Lucía se
llamaba, como yo. Que era dulce y discreta. Que vivía en Argentina, en un
rancho modesto y era feliz. Que esperaba pronto fotos y cartas. Que se casó
allí muy joven y muy enamorada, y su alma era luminosa y grande como el paisaje
de la Pampa. Que estaba lejos pero era feliz.
Hablamos sin
cesar. Sintiéndonos sobrecogidos por constituir los retazos de amor de aquella
mente distorsionada, que nos sabía propios y lejanos. Cercanos y ajenos.
Le conté cómo la
conocí. Y cómo me apenaba que el hecho de que Reina nunca apareciera. Luis me
sonrió. Fue a decirme algo pero se llevo la copa a los labios y bebió
lentamente entornando los ojos.
-¿Qué me ibas a
decir?- le pregunté.
-Nada... nada. No
tiene importancia- evitaba mis ojos.
-Estoy segura de
que sí...-insistí.
-Bueno...
-esbozó un gesto de duda y al final me
sostuvo la mirada tan profunda, tan
cómplice, tan sugerente.
-¿Sí? -le animé a
continuar.
-Doña Julia jamás
tuvo perro.
Abrí la boca y no
pronuncié nada. Guardamos silencio. Yo estaba a punto de llorar. Pero no era
decepción sino una especie de extraña alegría, de emocionado alivio.
-No se llamaba
Reina ni de ningún otro modo. No la tenía, por tanto no se perdió y tú no pudiste
dar con ella. Creo que recogiste a otra... pero fueron las puras ganas de que lo que querías ocurriera...
hasta le encontraste parecido... Julia pegó carteles por el barrio. No había
ningún número de teléfono en ellos, pero ella estaba absolutamente segura de
que alguien llamaría a su puerta. Por descontado que era un pretexto. Alguien
que captara la magia de esa llamada. Alguien que supiera oír con el corazón. No
le interesaba cualquiera, doña Julia tenía sus métodos. Siempre fue una mujer
muy intensa, de una enorme personalidad. Doña Julia era muy especial, sólo le
interesaba la gente muy especial. Como tú.
-Y como tú -le
interrumpí.
-Posiblemente
deseaba que nos conociéramos. Por eso me encargó que, a su muerte, te entregara
en mano algo muy preciado para ella... -rebuscó en un bolsillo y me extendió un
pequeño objeto junto con un sobrecito cerrado- quería que fuese para ti... me
dejó tu dirección. Quería, estoy seguro, que mantuviésemos esta conversación.
Abrí la cajita y
encontré el legado material de doña Julia. Algo de lo que jamás, jamás me podré
desprender.
Era una miniatura
en oro blanco, una montura antigua. Un perro de factura extraordinaria.
Circundaba el cuello una filigrana de collar en brillantes, los ojos dos
esmeraldas, una de ellas algo opaca –acaso por eso Reina no veía bien-. La boca
la formaba un diminuto rubí.
Rasgué el sobre, reconociendo
de inmediato la temblorosa letra de la anciana, seguramente escrito en una de
las muchas ráfagas de lucidez que le sobrevendrían.
“Te busca ésta,
que atiende por Reina. Es pequeña y blanca. Dócil y muy cariñosa. Ve mal pero
tiene un increíble olfato; tan bueno que ha sabido seguir tu pista y traerte a
mí. Gracias por haber llamado al nº 4 de la calle Salazar. Yo estaba
impaciente, porque aunque no te conocía te esperaba. Eres mejor aún de lo que
soñé. Te quiero y te querré. Julia.”
Lo observé
largamente. Conteniendo todo el alud de sensaciones que se agitaba en mi
interior. En el reverso tenía una inscripción grabada que se me antojó íntima y
secreta:
” A Julia, mi
amor, en su 50 cumpleaños”.
Luis me apretó la
mano y yo apreté la mía en torno a aquel objeto precioso, tan cálido y vivo
como la piel del animal que tanto imaginé. Casi respiraba.
Seguramente era de
naturaleza mágica.
Algunas
naturalezas lo son.