“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.
A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.
Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...
Sorpresa, sorpresa. A ver si adivinas esa... Si a una niña tontorrona Que es muy fea y muy llorona Se la llevará, al final, un Coco Pues sigue durmiendo muy poco. No sabe hacer otra cosa Porque la pobre es muy sosa. Ea, ea, ea, ea. Ea, ea, ea, ea.
Una rana se ríe loca, Pues para eso tiene boca. Otra niña, que es pequeña, Se duerme enseguida y sueña Que es un lobo, una rama O la perla de una dama.
Vive sola en una cumbre Y nadie le lleva lumbre. Y triste muchas semanas Pues no le cantaron nanas. Ea, ea, ea, ea. Ea, ea, ea, ea.
No sé… disculpadme… yo no fui dejando
desesperadas muescas con la uña en la pared, como otros cautivos… yo no llevé
la cuenta, a imitación de Edmond Dantès. Así que ocurrió quizás la mañana ocho
mil setecientos treinta y seis… no sé si soy exacta,… puede que fuese en la del
día cinco mil cuatrocientos veintitrés… no soy precisa, no caí, como Lemuel
Gulliver en poblar los muros de mi celda con dibujos y recuerdos. Mi
pronóstico, adivino, es más agrio y oscuro que el de monsieur Dantès porque el
manicomio de Montdevergues no se asemeja en nada a aquella fortaleza; no hay
muros que se asienten sobre ningún acantilado y Avignon no tiene mar. Además,
¿a qué tanta digresión? Al cabo, uno y otro lograron vivir lo suficiente para
ver superada su situación de preso. Yo aún no. Esto está aún por escribir. Y
precisaría, a estas alturas del capítulo, de algún otro personaje. Ni tan
siquiera puedo recurrir a ningún abate Farias. Aunque conozca quien jure y
perjure que, como él, sabe las coordenadas de la ubicación de un fabuloso
tesoro. Locos, sí. Locos muchos. Locos todos. ¿O no?
Cualquiera de los que aquí morimos en vida
somos protagonistas del teatro de un informe con el diagnóstico de cualquier
enfermedad mental. Todos, en nuestro recóndito interior, defendemos nuestra
inocencia, que no es más que la contrarréplica a la incomprensión atroz que ha
devenido en recelar de nuestra cordura. De todos, guardan los archivos unas
líneas de tinta y la firma de un doctor. Y un apelativo que justifica la
sentencia. El Dr. Truelle,
el primer médico que me interrogó en el Hospital de Ville-Évrardtomó notas:
“Es un
secuestro. Rodin, el escultor, y mi familia son, quienes lo han provocado.
Rodin quería obligarme a trabajar por la fuerza en su taller.
Trabajé con ahínco para mejorar mi imaginación. Él
no tiene imaginación. Necesitaba una imaginación. Me envenenaba con arsénico”.
“Soy víctima de una persecución, cuyo objetivo es conseguir mi perjuicio a
través de múltiples estrategias: tirarme las ideas artísticas y los esbozos,
robarme las esculturas o tirar los moldes de ellas, conseguir crear enemistades
contra mí, dejarme sin recursos, impedir mi éxito profesional…”
Debió subrayar lo del envenenamiento crónico por
arsenicosis como una alusión extemporánea… no prestó atención a mis
explicaciones. Desconocerá, el muy arrogante,que el arsénico no es incongruente en nuestra profesión. Se añade al bronce
para acrecentar su dureza. No es infrecuente, entre herreros y fundidores, este
mal.
El mío, manía persecutoria y delirios de
grandeza.
-Mademoiselle Camille, ¿sabe usted quién
es Rodin?
-Sí. El amante de Claudel.
Delirios de grandeza. No cabe duda. Todo
loco lo es porque pronuncia una verdad. Pero el dictamen depende de que brote
de una verdad no coincidente. Hay que ser muy exquisito con decidir qué es y
qué no es verdad. Lo demás, el cinismo, la farsa o la hipocresía no resulta, de hecho, relevante.
Pero desde que Claire, la enfermera
amable, me mostró las publicaciones del hallazgo del pecio en el cabo
Artemision me alegro, siento un íntimo regocijo y una gran satisfacción de no
estar recluida en el castillo de If, porque dada la transformación de mi
naturaleza, allá por el día nueve mil ciento dos o quizá el seis mil
trescientos veintiocho, si me hubiesen lanzado -yo misma u otros- al vacío, en
lugar de algún oportuno cadáver, me hubiese quedado varada, hundida en el fondo
del mar. Como mis colegas, el Efebo de Maratón, como Poseidón y el Jinete niño.
Yo hubiese permanecido también entre corrientes marinas, hasta mi presunto
rescate. Dejando que las anémonas cosquillearan mi superficie y las lapas se
adhirieran a mi carne dura. Hubiese contemplado el desfile de legiones de
delfines, bancos de plateadas sardinas, calamares tímidos… quién sabe si algún
tritón errante…
Venus nació de una concha. Es así porque
Sandro Botticelli la pintó al temple, dulce y pudorosa, asombrosamente moderna.
Yo también, la mañana del día siete mil novecientos cuarenta y uno, o acaso el
día después, asistí a mi segundo nacimiento al notar cómo, convulso, mi cráneo
se resquebrajaba, tal como una ostra centenaria, cómo con aquel bramido brutal
de huesos y metal se amalgamaban, se transmutaban… se fundían en una formidable
mufla. Y al fin, en rotunda ignición, clamando no sé qué plegaria, mis
parietales se separaron, asemejándose a la dentadura encajada de algún pavoroso
dragón que fuese cediendo hasta abrirse de par en par, en pura llamarada. Allí,
nueva,lozana,
vigorosa y flamante, presta a que limaran sus nuevas impurezas prorrumpía mi
propia recreación. Debió haber tronado todo Avignon, tal como rugió Florencia
la noche en que estalló el horno en el que Cellini fundía a su insuperable
Perseo.
Nadie dijo que Benvenuto estuviera loco. Robó
al mismísimo Papa, fue acusado de pendencias varias y sodomía. Mató al
condestable de Borbón y a algún otro. Nada importante; él era un hombre. Loca
han dictaminado que estoy yo. Paranoica. Porque sostengo que Auguste Rodin, que
para los diletantes será un artista, que será un insigne, un notorio, un
ilustre, un ricacho, un triunfador, un codicioso, un déspota, un maestro, un
fatuo… para mí, lo afirmo, sin género de duda, es un monstruo.
¿Es descabellado que amante y monstruo se
aúnen en la misma condición? ¿no he podido tener tratos con el mismísimo
Minotauro? Ariadna será pues otra desquiciada -sobre todo desde que Teseo la
abandonara en Naxos- y Casandra, a la que Apolo escupió en la boca,
condenándola a la inverosimilitud. Tampoco a mí me conceden visos de veracidad.
Cuando sostengo que ya destruí a la mujer, y soy bronce. Yo sé de moldes,
bebederos y ceras perdidas, más que ellos. Y también de mitología.
¿No fue Níobe -fui su musa cuando él la
esculpió - convertida en piedra, compadecido Zeus de su dolor? ¿No se trocó
Dafne en un humilde laurel porque un dios se conmovió ante sus súplicas de
salvación del dominio de Apolo? Pues bien, yo engroso el enigma de las
metamorfosis. Antes fui mujer y ahora soy una de mis propias esculturas. Tenía
piel y ahora nada duele, nada late… sin necesidad de deidad alguna yo también
me he puesto a salvo de las fauces de Rodin. Nada he de agradeceros, nada he de
reconoceros. No habéis movido, ¡ninguno! un sólo dedo por mí. Por mí, que ya
era yo, antes que vosotros. Yo era yo antes que mis plasmaciones. Yo era yo
antes que Rodin. Cuando hace ¿un milenio? ¿dos siglos y cuarto? ¿cuarenta años?
Ya modelaba las facciones de mis allegados, la vieja y paciente Helène, mi
querido Paul, a los trece años…
El docto experto,Paul Dubois, Director de la Escuela Nacional de
Bellas Artes quedó
asombrado ante mi aptitud, cuando le mostraron mi precoz producción. Latía en
mí, aún, una inocencia demasiado transparente, para haber interpretado mi
aserto como audacia jactanciosa: “No he aprendido de nadie; sólo de mí.”
-A usted le ha enseñado Rodin- dictaminó
estúpida y sabiamente.
Yo ni tan siquiera sabía que aquella
bestia insaciable pululaba por la tierra. Y cuando, por fin, logramos
confrontar cara a cara, mano a mano, lo que brotaba de nuestras almas,
comprendimos que un mismo titán, brutal y sobrehumano nos había poseído a
ambos, con afín esencia.
Acato, hoy, a las incalculables jornadas,
que ese espectro resultó ser un impetuoso dador de gloria y triunfo, un
arcángel que cruzó sus alas sobre su testa varonil. En tanto a mí, me mostró,
avieso, la amarga ferocidad de un demonio maldito que me arrastró, finalmente,
hasta este infierno.
Ya no me acuerdo… ¿llegué a plasmar a
Hefesto incendiado de lujuria? ¿calcinado de celos? ¿inflamado de ira? ¿cocido
en su propia envidia? Sí… hago memoria y lo veo fatigado, sudoroso y jadeante,
con el pelo y la barba revuelta, licuándose sobre la fragua. ¿Y dónde está
ahora ese bronce? ¿se lo apropió el señor Hurón? ¿le otorgan plácemes por él?
¿lo llegué, cuando no era más que un boceto, a despedazar?
Siempre me dijeron que yo
destilaba un toque más delicado. Que mi talento se engrandecía de feminidad.
Pero el talento… ¿qué es?
Lo inteligente hubiese sido haber aprendido un arte verdaderamente femenino,
humilde y acaramelado. Haber educado la voz para formar parte del coro
provinciano. Y en las veladas tediosas en que las muchachas exhibían sus
gracias ante las presuntas suegras, que, a la manera de expertos tratantes de
ganado calibraban el adecuado género, hubiese alcanzado mi galardón tocando
primorosamente alguna romanza poco complicada al piano. A los hombres les
incomoda una mujer de valía, sentenciaban las condescendientes comadres de mi
infancia. Haber acudido a Misa, recatada y puntual, cada domingo sin pretexto.
Y la verdadera destreza de mis manos hubiese dado frutos jugosos y abundantes
ejecutando filigranas y lindos bordados sobre las sábanas de Holanda de mi
ajuar. Me hubiesen condecorado con la escarapela a la ternera de más dóciles y
domésticos ojos. Me hubiese casado con algún honorable burgués. Y habría
logrado adecuada posición y respeto tras parirle cuatro o cinco probos
infantes, aplicados, que sí habrían sabido traducir, muy bien, la prosodia
latina. Y haber hablado poco. O mejor nada. Y mi premio, mi inconmensurable
premio hubiera consistido en no haber pisado jamás el asilo de Montdevergues.
El talento… ¿qué es?
Ahora mismo estaría jugando
a las cartas con otras reputadas matronas, mientras la criada nos serviría un
buen chocolate caliente con bollería tierna de primera calidad. Y si me hubiese
sorprendido vencida por la incapacidad de reprimir mi obsesiva vocación, ya
hubiesen hurgado mis uñas ávidas en las panzas de los croissants, para modelar,
bajo una sonrisa ausente y las manos bajo la mesa, mi inspiración, como
vergonzoso goce de un placer solitario. Los hijos de mi hermano me besarían con
reverencia y mi madre habría envejecido satisfecha, dándome su aprobación. Los
doctores no habrían firmado un papel… sólo un papel…
En vez de eso encarnarme en
una suplicante. El mismo Auguste, él que compartía mi misma turbulencia, mi
idéntica pulsión no consintió nada más.
Pese a sus cartas delirantes,
sus ruegos y sus promesas. Jamás dejó a Rosa Beuret. Me mintió cobardemente,
como el ser miserable que es. Y yo, aquella vez que fui mujer, no fui más que
su alumna brillante, su ad latere escandalosa, la desnudez de sus logros, la
aspirante a émula, desvergonzada que paseaba junto a él la indecencia de no
desmentir ser su amante.
¿El talento que es? La
suspicacia, los celos, la envidia… el resquemor. La exigencia dominante, y a la
postre el expolio de mis ideas, la razia de mis trabajos, el despojo de mi
persona… más talentoso se reveló Brancusi, cuando rechazó trabajar en su
estudio, reconociendo, como un profeta, que “a
la sombra de los grandes árboles no crece nada”.
El talento, abominable y sublime, me situó la
tesitura de ser –así lo escribí- “una col roída por las orugas: pues a medida
que me crece una hoja se la comen”.
Así que, desde
la epifanía de aquella mañana que no fecho, nada másdespertar, percibo en la pared blanca de este
hospital una inmensa pista de baile. Al fin, Camille de bronce, a salvo del
dolor.
Día tras día, hora tras hora, comenzaba el
baile… Mis pies livianos, inexistentes, eran arrancados de aquel torbellino
informe que ideé como tumultuoso pedestal. Él se me acercaba y me rodeaba con
sus brazos y ambos, con una fuerza irrevocable, éramos impelidos a bailar un
vals interminable, y a cada giro pasaban ante mis pupilas una amalgama de
colores, un estruendo de cincel, calor y sudor… hundía mi cabeza en su cuello
masculino y protector, tan dulce, tan mentidamente amoroso como mi anhelo y mi
destreza, alguna vez quisieron imaginar.
Jamás nadie hubiese podido advertir las
evoluciones exactas y apasionadas que yo, condenada a languidecer entre cuatro
paredes podía experimentar. Violines y metales se entremezclaban en mi corazón
torturado por la más sangrante soledad. Desde que, al día inédito por igual que
otros tantos miles de días de reclusión, mi hambre de supervivencia decidió
convertirme en la propia danzante de mi Vals. La última alternativa para
resistirme a la locura, la que, de haber nacido hombre, se hubiese adjetivado
de genialidad.
Ya no lloraba. Ya no intentaba escribir
cartas. Sabía que era inútil el intento de horadar la ciclópea muralla de
incomunicación que mi mater terribilis había impuesto. Ya no hablaba. Tan sólo
bailaba mi vals. La valse… ¿acaso existía? Ya no estaba segura de cuántas obras
habían sido martilleadas por mí misma. Ya había perdido la cuenta de la
violencia con que me había aplicado a destruir las obras que, con tanto amor y
denuedo, algún día, alguna vez… quizá en otra vida, creé. Camille danza.
Abrazando a su amor. Un amor que no era él. (Mi cuerpo en plenitud, mi alter
ego, permanece bajo la carne exacta y broncínea que había concebido Auguste,
fundida en un beso eterno. Tan eterno y perfecto que no era sino El beso). Pero
el hombre que me obligaba, devoto y tierno a seguir la cadencia envolvente de
la música no era Auguste. A él lo había arrastrado la bruja Beuret medio velada
de L´age mûr. Lo había, definitivamente, arrancado de sus manos y él ni
siquiera había mirado hacia atrás. Y tras él, apenas llegando a rozar su
cuerpo, permanezco arrodillada, reducida a un despojo, una pura súplica de
emoción mineral. Un alarido de frío… un clamor de trompeta herida….
No. Ya no sentía ganas de devastarlo con
mis propias manos. Ya no tenía la garganta en carne viva de haber proferido
interminables alaridos, maldiciéndolo. Ya no.
¿Acaso tenía la completa seguridad de que
él hubiese muerto? ¿o por prodigio, viejo, muy viejo, asombrosamente viejo,
viviría? -Yo tenía diecinueve años cuando lo conocí; él cuarenta y cuatro- Sí,
claro que viviría. Viviría siempre, porque era Rodin. ¿No fue esa bárbara ansia
de pervivencia lo que al fin y al cabo nos unió y nos alimentó y nos aniquiló?
¿No fue su egolatría, su prepotencia, su despotismo y su soberbia lo que empezó
a mutilarme hasta dejarme inerte y demolida? Yo sí había muerto. Aunque mis
pulmones suministraran aire a mi sangre. Yo sí había muerto para todo y todos.
Cadena perpetua.
¡Ah, si al menos hubiera sido cierto y lo
hubiera aniquilado…! ¡si al menos hubiera llegado a recobrar lo expoliado! ¿lo
había llegado a asesinar, quizás? Estaba segura de haber inmolado a otras
criaturas. Terminar destrozando a martillazos todas aquellas tiernas cabezas
infantiles que con tantas lágrimas y tantos sollozos desgarrados, forjé.
Invocando a mis hijos de carne que no llegaron a nacer. Los hijos de él.
De mi íntimo desgarro nadie pida cuentas.
Y menos aún del destrozo de mi producción. Porque la ratonera es manifiesta: si
esculpo es reprobable y si destruyo estoy demente. Decidme, en verdad, ¿en algo
os atentan mis actos? ¿No soy libre siquiera para crear y descrear aquello que
surge de mi trabajo o mi maestría? ¿Queréis también en ello meter vuestras
lerdas narices con intolerable injerencia?
Pero… ¿era La Aurora mi niñita? ¿Había
alumbrado de mis entrañas a la Pequeña castellana? Sólo me posee la certeza de
la nula certeza.
¿Acaso también había muerto mi hermano
Paul? ¿lo habría matado alguna metáfora audaz? ¿una hipálage desproporcionada?
¿un aria demasiado aguda, allá en la Ópera Garnier? ¿Quién era mi hermano Paul?
¡ah, si… otro artista, un poeta…! Un hombre de éxito también… un católico
ejemplar… un estoico, que no se inmuta ante mis súplicas de que me arranque,
por caridad, de este horrible pozo. ¿Quién era mi hermano, mi querido hermano,
Paul? Sí… lo recordaba vagamente… aquel bronce que le dediqué bajo la
apariencia del retrato de un joven noble romano, con dieciséis años. Era bella
su frente despejada bajo el arremolinado pelo… ¡qué limpios sus ojos! Qué firme
y aristocrática su boca.
Ya no recordaba, a decir verdad, ninguna
facción de verdadera anatomía. Tan sólo evocaba las formas del mundo de bronce.
Mipredilecto Giganti, cuyos rasgos contenían
el anhelo, la pujanza, la indemnidad de la plenitud. ¿Quién era? ¿quién posó?
¿acaso quedaba en el orbe alguna persona de carne y hueso? ¿eran ciertos esos
tejidos que palpitaban y eran susceptibles de rasgarseo sangrar?
Yo, felizmente, soy de bronce. Soy mi propia
creatura. A nadie debo un alegato, nadie me humilla. Y no me canso, no ceso de
bailar. Y me abstraigo, me enajeno, estremecida en este relámpago que atrapa lo
que a veces, un hombre emplea toda una vida en vislumbrar. Doy gracias, a mi
dios, a mi misma, a mis mismas manos y a mis mismos sesos, y a aquel delirio de
febril ansia de búsqueda y creación.
A veces cesaba la música y bailábamos en
silencio. Mientras mi antiguo cuerpo, el de Camille mujer, y mis iris grises,
frente a la ventana, seguían el rastro de los copos de nieve vagar. Eran como
las chispas blancas y amarillas de la fundición. Como los músculos y las bocas
que le gritaban en el taller y ahora, ya por siempre, quedaban mudas.
Tañían a las cinco las campanas de la
catedral, con una monotonía exquisita y penetrante. Y me emocionaban hasta tal
punto que no podía reprimir llorar.
“Haz fundir,
en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo
de una doncella, y hazlo fundir todo en el crisol. Hasta que la sangre de la
muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un
sonido tan fuerte como el emperador desea.”
Paul y yo leíamos, de niños en la
Champagne trágicas leyendas de la China, en voz baja, con el vello erizado,
transidos de compasión, imantados sobre la lámina a plumilla de la inminente
ofrenda de la doncella…
“Trabajábase intensamente en la fusión de la gran
campana. El anciano no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del
horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus
órdenes con una atención rigurosísima. Cuando la combustióniba a terminar, su hermosa hija entró a la
fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un
momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de
fuego, gritando: ¡Por amor a ti!”
Nos abrazábamos luego, engarzados en la ternura,
aventurando la perseverancia de nuestro propio amor fraternal.
“Aquella vez la campana fue perfecta, de una forma
maravillosa, de un color magnífico, y sus tañidos eran más potentes y más
dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas
acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos…”
¡Oh, Paul querido! ¿Alguna vez exististe
fuera de mi nostalgia? ¿Recordaste a la mujer sacrificada cuando trabajabas en
la legación diplomática de Pekín?
Ah, hombre reconocido por su arte y
capacidad… hermano mío… que fuiste capaz de escribir: “¡Ay! Es tan hermoso el mundo que hay que apostar
aquí a alguien que de la mañana a la noche sea capaz de no moverse!”
Yo
sería capaz de petrificarme, inmóvil, como tú clamas, prendada del mundo
(¿sigue existiendo el mundo? ¿lo he conocido yo, alguna vez?) pero por elección
propia, Paul, por propia voluntad… ¿hay algún resquicio
de espacio además de la cal de techo de este cuarto? ¿es este el mundo que tú
loas y versificas? ¡Oh, Paul! Te piedad de mí, que perturben tu grata paz estas
palabras de desgarro que te escribo, atiende a mi súplica (sé que te has
convertido un ferviente católico, quizá te sea familiar esta oración)…
«Reclamo la libertad gritando a pleno pulmón” «No
he hecho todo lo que he hecho para terminar mi vida como figura principal una
casa de salud. Merecía algo más que esto.”
¡Oh hermano mío, ahora comprendo que debía haberte
escrito en latín! Sí, sí… tú eres aquel joven prometedor patricio de Roma.
Cierro los ojos y veo los tuyos, en bronce… prodigiosamente reales,
excepcionalmente cercanos…
Perdóname, amado mío…No sé latín… sólo aquella
frase de Catulo, que se convirtió en una salmodia. Los días de la suprema
destrucción.
Odi
et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et
excrucior.
(Odio y amo. Por qué hago esto, quizás te
preguntes. Lo ignoro, pero así me siento y me torturo.)
Tenemos
en común, creo, otra hermana. Pero no logro dar ni con ni su nombre ni con su
perfil. Sólo ha venido a verme, en casi tres décadas, una vez. Madre nunca.
Madre jamás. Madre dejo de serlo, para convertirse en un verdugo inflexible. En
unjuez inapelable y despiadado. Madre
me hace pagar el haber mancillado el buen nombre de nuestra familia. Madre me
ha devorado, como Saturno como castigo a mi arrojo inaceptable. Madre se come
crudas a las bohemias que viven solas y esculpen desnudos, y ambicionan vivir
¡qué audacia! Tal como un hombre.
¿De
veras, Paul, no has soñado nunca con la doncella oriental que fundió su alma en
el crisol? Es fácil olvidar las leyendas. Se fulmina en muy poco el encomio a
los héroes que dieron su vida en el campo de batalla. Se arrinconan ídolos que
pasan de moda… se desvanecen músicas y la omisión lo desdibuja todo. Hasta las
doncellas. Cuánto más a las amantes. No sabes mucho de poesía, querido Paul,
aunque seas poeta; no es fácil morir de pena, aunque así lo proclaméis en un soneto.
No es factible, siquiera, morir de desesperación.Puede tardarse en morir treinta años, entre
cuatro paredes.
Yo
estoy a salvo: el bronce no se oxida. Quizá todo este abandono se debe a que he
muerto. ¿Alguien puede orientarme al respecto? Se lo preguntaré al enfermero
Giresse, se lo preguntaré de nuevo, mientras ríe como un jayán y me deja la
comida de cada día. ¿Comenlos muertos?
¿se alimentan de algo? Y si he muerto… ¿no sabré ya en qué he finiquitado mi
última lágrima clamando la libertad?
A una
estación se sucede otra. Mientras la pista de baile se revela infinita.
Mientras mi antiguo cuerpo, el de antes de la transverberación, se secaba,
ajándose mis pechos y mi vientre, asemejándose más y más a mi propia
interpretación de Clotho, que aguardaba, en la dejada mueca de la entrega, que
Átropos, por fin, la redimiera del suplicio de vivir como los tristes perros
sentenciados tras la rejas, cuando entienden que es inútil el aullido, aun el
más lastimero e insistente.
“Mi pobre cabeza está muy
enferma y ya no puedo levantarme por la mañana. Esta tarde he recorrido horas
sin encontrarte nuestros lugares. ¡Qué dulce me resultaría la muerte! Y qué
larga es mi agonía. Por qué no me has esperado en el taller. ¿Dónde vas? cuánto
dolor me estaba destinado. Tengo momentos de amnesia en los que sufro menos,
pero hoy el dolor permanece implacable. Camille, mi bien amada a pesar de todo,
a pesar de la locura que siento acercarse y que será obra tuya, si esto
continúa.
¿Por qué no me crees?
Abandono mi Salón, la escultura. Si pudiera irme a cualquier parte, a un país
en el que olvidara, pero no existe. Hay momentos en que, francamente, creo que
te olvidaría. Pero de repente, siento tu terrible poder. Ten piedad malvada. Ya
no puedo más, no puedo pasar otro día sin verte. De lo contrario la locura
atroz. Se acabó, ya no trabajo, divinidad maléfica, y sin embargo te quiero con
furor”.
Eso me escribió Auguste
Rodin hacía años. ¡Qué sarcasmo, mentar la locura! ¡Qué befa mordiente!, ¡qué
escarnio!, ¡qué embaucadora lengua, sublime y corrosiva! Qué falsedad…
Escupo sobre las palabras,
huecas de substancia. Mi arte está lleno de materia. Debe ser muy fácil
hilvanar palabras vanas. Ahora, él, el ogro demoledor, la fiera voraz, el
inclemente tirano, seguiría creando, posando para las fotos que ilustraran su
prestigio, paladeando su gloria, caminando bajo el sol. Quizá, si le place,
olfateando el frescor marino de alguna playa en invierno, esbozando nuevos
rostros, nuevos músculos, desafiando a su propia capacidad. Viviendo, al fin.
Quién sabe si amando.
Eso, lo más inaudito. La
mayor estafa.
Así que ahora que soy la
mujer de mi bronce todo es más llevadero. Ya no hay nada ni nadie tras las
fronteras de mi antiguo hueso frontal, el que cerca el miedo y los
pensamientos. Ahora todo se resume en bailar y bailar. Tanto, que la
verticalidad se me esfuma en sugerencias de pasión y euforia. En tormentosa y
exaltada pasión. Por extraer lo que en ciertas almas se agiganta, se retuerce y
se gesta… el vértigo obsesivo de crear.
Y tras el baile, sofocada y
risueña, quiero nadar. Que, de una vez por todas, rompa, sobre las tres
figuras, la espuma de La bague. Dar brazadas en un mar ácido y anaranjado.
Bucear hasta los fondos y dejar una estela de burbujas de champán. Y a cada
brazada dejarme las tiras de piel. Despellejarme hasta la médula y convertirme
en nada. En fundirme con el mutismo nocturno. A veces, sólo a veces, cuando la
oscuridad bañaba la estancia, identificable al milímetro, me apretaba las
cuencas de los ojos para hacer destellar tras mis párpados un ramaje furioso de
rojos, ocres y amarillos… tal como aquella otra mufla que fue el útero de mi
madre, la posterior despiadada, donde me gestó. ¡Ah, qué henchida de orgullo
hubiese disfrutado, presumiendo de progenie, si tan sólo Paul y yo nos
hubiésemos trocado las cabezas!
Cualquiera de las muchas
diosas protectoras de la preñez podían haberse distraído en algo… mientras
algún genio aprovechaba para roer la gelatina rosada de mis dedos en embrión y
haber nacido lisiada, torpe o pusilánime… que me hubiese hecho crecer presa del
marasmo. Triste y solitaria, como el apocado niño Paul. Había renegado muchas
veces de mis pobres manos. Esas que patinaron los ángulos de metal que
eclosionaban la esencia de la expresión. Había blasfemado también… tantas
veces… tras el ruego, la apelación y la rabia…
Esas mismas yemas de los
dedos habían calmado tus momentos de duda, las esperanzas truncadas, o la
fiebre, la vulgar fiebre que aflige a los mortales, por muy geniales que sean,
cuando se enfrían en febrero, en cualquier boulevard de París.
Yo siempre fui más
exquisita. Impregnaba de una delicadeza al mármol que él nologró jamás. Y lo sabía.
Pero yo me había apartado
del camino establecido. No estaba bien que me dejase las vértebras y el
agotamiento encaramada a una escalera, removiendo kilos de arcilla. Hundiendo
mis tendones sobre aquella materia inerte que poco a poco me susurraba,
cómplice y me hacía estremecer de vehemencia y felicidad. No estaba bien que me
creyera nada fuera de los caucesdecretados. El
producto de mi trabajo, en verdad, daba igual. No podía aspirar a codearme con
otros, incluso vulgares o anodinos… que, eso sí, tenían el inmenso privilegio
de atusarse los bigotes entre bocanadas de humo. ¿Quién era esa descarada Camille
Claudel?
Una díscola, alardeando
sobre su propia osadía. Una fracasada, un remedo, una frustrada ante su propia
mediocridad. La diferente. No conoce el decoro. Quiso ser libre, qué
imprudencia…
¿Quién dictamina la
frontera lo que una mujer, una artista o una desequilibrada puede permitirse
soñar?
No hay salida. No hay
esperanza. No hay absolutamente ahí fuera a quien le interese la incomodidad de
mi existencia. Y todo siempre ha dependido delcriterio de los demás (qué miedo, qué pavor… ¿puedo
aún sorprenderme de que éste y no otro haya sido el resultado?)
Sólo he sido ese molde que
luego se desecha. Un medio, un vehículo. Un instrumento. Un metal dúctil. Una
ilusa. Lo quise. Tuve fe en mí. Me entregué, inocente, en brazos del delirio.
El agravio. El abandono. La traición.
El que brilla, ileso, es
él.
Y, probablemente, otros
como él. No sé si es justo. Mi vida, tajantemente, absolutamente, no.
“...no quede yo para siempre en esta nada con
barrotes que es la prisión de locos, donde mi madre y todos ustedes me han
confinado, por haber tratado de ser Camille y mujer, Camille y artista, Camille
y amante y libre.”
"Mi muy querida, caído sobre ambas rodillas
ante tu precioso cuerpo que abrazo", me escribió, llorando, Rodin.
Pero ya es tarde. No hay posible perdón. (Y además…
era mentira…).
Yo no soy Sakountala. Porque he renacido.
Finalmente soy otra Camile.