“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.

A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.

Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...

lunes, 11 de marzo de 2013

Marzo sorprende








Texto ganador del XII Premio Internacional 
de Relato Corto "Encarna León"


Delirio en bronce

No sé… disculpadme… yo no fui dejando desesperadas muescas con la uña en la pared, como otros cautivos… yo no llevé la cuenta, a imitación de Edmond Dantès. Así que ocurrió quizás la mañana ocho mil setecientos treinta y seis… no sé si soy exacta,… puede que fuese en la del día cinco mil cuatrocientos veintitrés… no soy precisa, no caí, como Lemuel Gulliver en poblar los muros de mi celda con dibujos y recuerdos. Mi pronóstico, adivino, es más agrio y oscuro que el de monsieur Dantès porque el manicomio de Montdevergues no se asemeja en nada a aquella fortaleza; no hay muros que se asienten sobre ningún acantilado y Avignon no tiene mar. Además, ¿a qué tanta digresión? Al cabo, uno y otro lograron vivir lo suficiente para ver superada su situación de preso. Yo aún no. Esto está aún por escribir. Y precisaría, a estas alturas del capítulo, de algún otro personaje. Ni tan siquiera puedo recurrir a ningún abate Farias. Aunque conozca quien jure y perjure que, como él, sabe las coordenadas de la ubicación de un fabuloso tesoro. Locos, sí. Locos muchos. Locos todos. ¿O no?
Cualquiera de los que aquí morimos en vida somos protagonistas del teatro de un informe con el diagnóstico de cualquier enfermedad mental. Todos, en nuestro recóndito interior, defendemos nuestra inocencia, que no es más que la contrarréplica a la incomprensión atroz que ha devenido en recelar de nuestra cordura. De todos, guardan los archivos unas líneas de tinta y la firma de un doctor. Y un apelativo que justifica la sentencia. El Dr. Truelle, el primer médico que me interrogó en el Hospital de Ville-Évrard  tomó notas:
 “Es un secuestro. Rodin, el escultor, y mi familia son, quienes lo han provocado. Rodin quería obligarme a trabajar por la fuerza en su taller.
Trabajé con ahínco para mejorar mi imaginación. Él no tiene imaginación. Necesitaba una imaginación. Me envenenaba con arsénico”. “Soy víctima de una persecución, cuyo objetivo es conseguir mi perjuicio a través de múltiples estrategias: tirarme las ideas artísticas y los esbozos, robarme las esculturas o tirar los moldes de ellas, conseguir crear enemistades contra mí, dejarme sin recursos, impedir mi éxito profesional…”
Debió subrayar lo del envenenamiento crónico por arsenicosis como una alusión extemporánea… no prestó atención a mis explicaciones. Desconocerá, el muy arrogante,  que el arsénico no es incongruente en nuestra profesión. Se añade al bronce para acrecentar su dureza. No es infrecuente, entre herreros y fundidores, este mal.
El mío, manía persecutoria y delirios de grandeza.
-Mademoiselle Camille, ¿sabe usted quién es Rodin?
-Sí. El amante de Claudel.
Delirios de grandeza. No cabe duda. Todo loco lo es porque pronuncia una verdad. Pero el dictamen depende de que brote de una verdad no coincidente. Hay que ser muy exquisito con decidir qué es y qué no es verdad. Lo demás, el cinismo, la farsa o la hipocresía no resulta, de hecho, relevante.
Pero desde que Claire, la enfermera amable, me mostró las publicaciones del hallazgo del pecio en el cabo Artemision me alegro, siento un íntimo regocijo y una gran satisfacción de no estar recluida en el castillo de If, porque dada la transformación de mi naturaleza, allá por el día nueve mil ciento dos o quizá el seis mil trescientos veintiocho, si me hubiesen lanzado -yo misma u otros- al vacío, en lugar de algún oportuno cadáver, me hubiese quedado varada, hundida en el fondo del mar. Como mis colegas, el Efebo de Maratón, como Poseidón y el Jinete niño. Yo hubiese permanecido también entre corrientes marinas, hasta mi presunto rescate. Dejando que las anémonas cosquillearan mi superficie y las lapas se adhirieran a mi carne dura. Hubiese contemplado el desfile de legiones de delfines, bancos de plateadas sardinas, calamares tímidos… quién sabe si algún tritón errante…
Venus nació de una concha. Es así porque Sandro Botticelli la pintó al temple, dulce y pudorosa, asombrosamente moderna. Yo también, la mañana del día siete mil novecientos cuarenta y uno, o acaso el día después, asistí a mi segundo nacimiento al notar cómo, convulso, mi cráneo se resquebrajaba, tal como una ostra centenaria, cómo con aquel bramido brutal de huesos y metal se amalgamaban, se transmutaban… se fundían en una formidable mufla. Y al fin, en rotunda ignición, clamando no sé qué plegaria, mis parietales se separaron, asemejándose a la dentadura encajada de algún pavoroso dragón que fuese cediendo hasta abrirse de par en par, en pura llamarada. Allí, nueva, lozana, vigorosa y flamante, presta a que limaran sus nuevas impurezas prorrumpía mi propia recreación. Debió haber tronado todo Avignon, tal como rugió Florencia la noche en que estalló el horno en el que Cellini fundía a su insuperable Perseo.
 Nadie dijo que Benvenuto estuviera loco. Robó al mismísimo Papa, fue acusado de pendencias varias y sodomía. Mató al condestable de Borbón y a algún otro. Nada importante; él era un hombre. Loca han dictaminado que estoy yo. Paranoica. Porque sostengo que Auguste Rodin, que para los diletantes será un artista, que será un insigne, un notorio, un ilustre, un ricacho, un triunfador, un codicioso, un déspota, un maestro, un fatuo… para mí, lo afirmo, sin género de duda, es un monstruo.
¿Es descabellado que amante y monstruo se aúnen en la misma condición? ¿no he podido tener tratos con el mismísimo Minotauro? Ariadna será pues otra desquiciada -sobre todo desde que Teseo la abandonara en Naxos- y Casandra, a la que Apolo escupió en la boca, condenándola a la inverosimilitud. Tampoco a mí me conceden visos de veracidad. Cuando sostengo que ya destruí a la mujer, y soy bronce. Yo sé de moldes, bebederos y ceras perdidas, más que ellos. Y también de mitología.
¿No fue Níobe -fui su musa cuando él la esculpió - convertida en piedra, compadecido Zeus de su dolor? ¿No se trocó Dafne en un humilde laurel porque un dios se conmovió ante sus súplicas de salvación del dominio de Apolo? Pues bien, yo engroso el enigma de las metamorfosis. Antes fui mujer y ahora soy una de mis propias esculturas. Tenía piel y ahora nada duele, nada late… sin necesidad de deidad alguna yo también me he puesto a salvo de las fauces de Rodin. Nada he de agradeceros, nada he de reconoceros. No habéis movido, ¡ninguno! un sólo dedo por mí. Por mí, que ya era yo, antes que vosotros. Yo era yo antes que mis plasmaciones. Yo era yo antes que Rodin. Cuando hace ¿un milenio? ¿dos siglos y cuarto? ¿cuarenta años? Ya modelaba las facciones de mis allegados, la vieja y paciente Helène, mi querido Paul, a los trece años…
El docto experto, Paul Dubois, Director de la Escuela Nacional de Bellas Artes quedó asombrado ante mi aptitud, cuando le mostraron mi precoz producción. Latía en mí, aún, una inocencia demasiado transparente, para haber interpretado mi aserto como audacia jactanciosa: “No he aprendido de nadie; sólo de mí.”
-A usted le ha enseñado Rodin- dictaminó estúpida y sabiamente.
Yo ni tan siquiera sabía que aquella bestia insaciable pululaba por la tierra. Y cuando, por fin, logramos confrontar cara a cara, mano a mano, lo que brotaba de nuestras almas, comprendimos que un mismo titán, brutal y sobrehumano nos había poseído a ambos, con afín esencia.
Acato, hoy, a las incalculables jornadas, que ese espectro resultó ser un impetuoso dador de gloria y triunfo, un arcángel que cruzó sus alas sobre su testa varonil. En tanto a mí, me mostró, avieso, la amarga ferocidad de un demonio maldito que me arrastró, finalmente, hasta este infierno.
Ya no me acuerdo… ¿llegué a plasmar a Hefesto incendiado de lujuria? ¿calcinado de celos? ¿inflamado de ira? ¿cocido en su propia envidia? Sí… hago memoria y lo veo fatigado, sudoroso y jadeante, con el pelo y la barba revuelta, licuándose sobre la fragua. ¿Y dónde está ahora ese bronce? ¿se lo apropió el señor Hurón? ¿le otorgan plácemes por él? ¿lo llegué, cuando no era más que un boceto, a despedazar?
Siempre me dijeron que yo destilaba un toque más delicado. Que mi talento se engrandecía de feminidad.
Pero el talento… ¿qué es? Lo inteligente hubiese sido haber aprendido un arte verdaderamente femenino, humilde y acaramelado. Haber educado la voz para formar parte del coro provinciano. Y en las veladas tediosas en que las muchachas exhibían sus gracias ante las presuntas suegras, que, a la manera de expertos tratantes de ganado calibraban el adecuado género, hubiese alcanzado mi galardón tocando primorosamente alguna romanza poco complicada al piano. A los hombres les incomoda una mujer de valía, sentenciaban las condescendientes comadres de mi infancia. Haber acudido a Misa, recatada y puntual, cada domingo sin pretexto. Y la verdadera destreza de mis manos hubiese dado frutos jugosos y abundantes ejecutando filigranas y lindos bordados sobre las sábanas de Holanda de mi ajuar. Me hubiesen condecorado con la escarapela a la ternera de más dóciles y domésticos ojos. Me hubiese casado con algún honorable burgués. Y habría logrado adecuada posición y respeto tras parirle cuatro o cinco probos infantes, aplicados, que sí habrían sabido traducir, muy bien, la prosodia latina. Y haber hablado poco. O mejor nada. Y mi premio, mi inconmensurable premio hubiera consistido en no haber pisado jamás el asilo de Montdevergues.
El talento… ¿qué es?
Ahora mismo estaría jugando a las cartas con otras reputadas matronas, mientras la criada nos serviría un buen chocolate caliente con bollería tierna de primera calidad. Y si me hubiese sorprendido vencida por la incapacidad de reprimir mi obsesiva vocación, ya hubiesen hurgado mis uñas ávidas en las panzas de los croissants, para modelar, bajo una sonrisa ausente y las manos bajo la mesa, mi inspiración, como vergonzoso goce de un placer solitario. Los hijos de mi hermano me besarían con reverencia y mi madre habría envejecido satisfecha, dándome su aprobación. Los doctores no habrían firmado un papel… sólo un papel…
En vez de eso encarnarme en una suplicante. El mismo Auguste, él que compartía mi misma turbulencia, mi idéntica pulsión no consintió nada más.
Pese a sus cartas delirantes, sus ruegos y sus promesas. Jamás dejó a Rosa Beuret. Me mintió cobardemente, como el ser miserable que es. Y yo, aquella vez que fui mujer, no fui más que su alumna brillante, su ad latere escandalosa, la desnudez de sus logros, la aspirante a émula, desvergonzada que paseaba junto a él la indecencia de no desmentir ser su amante.
¿El talento que es? La suspicacia, los celos, la envidia… el resquemor. La exigencia dominante, y a la postre el expolio de mis ideas, la razia de mis trabajos, el despojo de mi persona… más talentoso se reveló Brancusi, cuando rechazó trabajar en su estudio, reconociendo, como un profeta, que “a la sombra de los grandes árboles no crece nada”.
 El talento, abominable y sublime, me situó la tesitura de ser –así lo escribí- “una col roída por las orugas: pues a medida que me crece una hoja se la comen”.
Así que, desde la epifanía de aquella mañana que no fecho, nada más  despertar, percibo en la pared blanca de este hospital una inmensa pista de baile. Al fin, Camille de bronce, a salvo del dolor.
Día tras día, hora tras hora, comenzaba el baile… Mis pies livianos, inexistentes, eran arrancados de aquel torbellino informe que ideé como tumultuoso pedestal. Él se me acercaba y me rodeaba con sus brazos y ambos, con una fuerza irrevocable, éramos impelidos a bailar un vals interminable, y a cada giro pasaban ante mis pupilas una amalgama de colores, un estruendo de cincel, calor y sudor… hundía mi cabeza en su cuello masculino y protector, tan dulce, tan mentidamente amoroso como mi anhelo y mi destreza, alguna vez quisieron imaginar.
Jamás nadie hubiese podido advertir las evoluciones exactas y apasionadas que yo, condenada a languidecer entre cuatro paredes podía experimentar. Violines y metales se entremezclaban en mi corazón torturado por la más sangrante soledad. Desde que, al día inédito por igual que otros tantos miles de días de reclusión, mi hambre de supervivencia decidió convertirme en la propia danzante de mi Vals. La última alternativa para resistirme a la locura, la que, de haber nacido hombre, se hubiese adjetivado de genialidad.
Ya no lloraba. Ya no intentaba escribir cartas. Sabía que era inútil el intento de horadar la ciclópea muralla de incomunicación que mi mater terribilis había impuesto. Ya no hablaba. Tan sólo bailaba mi vals. La valse… ¿acaso existía? Ya no estaba segura de cuántas obras habían sido martilleadas por mí misma. Ya había perdido la cuenta de la violencia con que me había aplicado a destruir las obras que, con tanto amor y denuedo, algún día, alguna vez… quizá en otra vida, creé. Camille danza. Abrazando a su amor. Un amor que no era él. (Mi cuerpo en plenitud, mi alter ego, permanece bajo la carne exacta y broncínea que había concebido Auguste, fundida en un beso eterno. Tan eterno y perfecto que no era sino El beso). Pero el hombre que me obligaba, devoto y tierno a seguir la cadencia envolvente de la música no era Auguste. A él lo había arrastrado la bruja Beuret medio velada de L´age mûr. Lo había, definitivamente, arrancado de sus manos y él ni siquiera había mirado hacia atrás. Y tras él, apenas llegando a rozar su cuerpo, permanezco arrodillada, reducida a un despojo, una pura súplica de emoción mineral. Un alarido de frío… un clamor de trompeta herida….
No. Ya no sentía ganas de devastarlo con mis propias manos. Ya no tenía la garganta en carne viva de haber proferido interminables alaridos, maldiciéndolo. Ya no.
¿Acaso tenía la completa seguridad de que él hubiese muerto? ¿o por prodigio, viejo, muy viejo, asombrosamente viejo, viviría? -Yo tenía diecinueve años cuando lo conocí; él cuarenta y cuatro- Sí, claro que viviría. Viviría siempre, porque era Rodin. ¿No fue esa bárbara ansia de pervivencia lo que al fin y al cabo nos unió y nos alimentó y nos aniquiló? ¿No fue su egolatría, su prepotencia, su despotismo y su soberbia lo que empezó a mutilarme hasta dejarme inerte y demolida? Yo sí había muerto. Aunque mis pulmones suministraran aire a mi sangre. Yo sí había muerto para todo y todos. Cadena perpetua.
¡Ah, si al menos hubiera sido cierto y lo hubiera aniquilado…! ¡si al menos hubiera llegado a recobrar lo expoliado! ¿lo había llegado a asesinar, quizás? Estaba segura de haber inmolado a otras criaturas. Terminar destrozando a martillazos todas aquellas tiernas cabezas infantiles que con tantas lágrimas y tantos sollozos desgarrados, forjé. Invocando a mis hijos de carne que no llegaron a nacer. Los hijos de él.
De mi íntimo desgarro nadie pida cuentas. Y menos aún del destrozo de mi producción. Porque la ratonera es manifiesta: si esculpo es reprobable y si destruyo estoy demente. Decidme, en verdad, ¿en algo os atentan mis actos? ¿No soy libre siquiera para crear y descrear aquello que surge de mi trabajo o mi maestría? ¿Queréis también en ello meter vuestras lerdas narices con intolerable injerencia?
Pero… ¿era La Aurora mi niñita? ¿Había alumbrado de mis entrañas a la Pequeña castellana? Sólo me posee la certeza de la nula certeza.
¿Acaso también había muerto mi hermano Paul? ¿lo habría matado alguna metáfora audaz? ¿una hipálage desproporcionada? ¿un aria demasiado aguda, allá en la Ópera Garnier? ¿Quién era mi hermano Paul? ¡ah, si… otro artista, un poeta…! Un hombre de éxito también… un católico ejemplar… un estoico, que no se inmuta ante mis súplicas de que me arranque, por caridad, de este horrible pozo. ¿Quién era mi hermano, mi querido hermano, Paul? Sí… lo recordaba vagamente… aquel bronce que le dediqué bajo la apariencia del retrato de un joven noble romano, con dieciséis años. Era bella su frente despejada bajo el arremolinado pelo… ¡qué limpios sus ojos! Qué firme y aristocrática su boca.
Ya no recordaba, a decir verdad, ninguna facción de verdadera anatomía. Tan sólo evocaba las formas del mundo de bronce. Mi predilecto Giganti, cuyos rasgos contenían el anhelo, la pujanza, la indemnidad de la plenitud. ¿Quién era? ¿quién posó? ¿acaso quedaba en el orbe alguna persona de carne y hueso? ¿eran ciertos esos tejidos que palpitaban y eran susceptibles de rasgarse  o sangrar?
Yo, felizmente, soy de bronce. Soy mi propia creatura. A nadie debo un alegato, nadie me humilla. Y no me canso, no ceso de bailar. Y me abstraigo, me enajeno, estremecida en este relámpago que atrapa lo que a veces, un hombre emplea toda una vida en vislumbrar. Doy gracias, a mi dios, a mi misma, a mis mismas manos y a mis mismos sesos, y a aquel delirio de febril ansia de búsqueda y creación.
A veces cesaba la música y bailábamos en silencio. Mientras mi antiguo cuerpo, el de Camille mujer, y mis iris grises, frente a la ventana, seguían el rastro de los copos de nieve vagar. Eran como las chispas blancas y amarillas de la fundición. Como los músculos y las bocas que le gritaban en el taller y ahora, ya por siempre, quedaban mudas.
Tañían a las cinco las campanas de la catedral, con una monotonía exquisita y penetrante. Y me emocionaban hasta tal punto que no podía reprimir llorar.
 “Haz fundir, en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo de una doncella, y hazlo fundir todo en el crisol. Hasta que la sangre de la muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un sonido tan fuerte como el emperador desea.”
Paul y yo leíamos, de niños en la Champagne trágicas leyendas de la China, en voz baja, con el vello erizado, transidos de compasión, imantados sobre la lámina a plumilla de la inminente ofrenda de la doncella…
 “Trabajábase intensamente en la fusión de la gran campana. El anciano no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus órdenes con una atención rigurosísima. Cuando la combustión  iba a terminar, su hermosa hija entró a la fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de fuego, gritando: ¡Por amor a ti!”
Nos abrazábamos luego, engarzados en la ternura, aventurando la perseverancia de nuestro propio amor fraternal.
“Aquella vez la campana fue perfecta, de una forma maravillosa, de un color magnífico, y sus tañidos eran más potentes y más dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos…”
¡Oh, Paul querido! ¿Alguna vez exististe fuera de mi nostalgia? ¿Recordaste a la mujer sacrificada cuando trabajabas en la legación diplomática de Pekín?
Ah, hombre reconocido por su arte y capacidad… hermano mío… que fuiste capaz de escribir: “¡Ay! Es tan hermoso el mundo que hay que apostar aquí a alguien que de la mañana a la noche sea capaz de no moverse!”
 Yo sería capaz de petrificarme, inmóvil, como tú clamas, prendada del mundo (¿sigue existiendo el mundo? ¿lo he conocido yo, alguna vez?) pero por elección propia, Paul, por propia voluntad… ¿hay algún resquicio de espacio además de la cal de techo de este cuarto? ¿es este el mundo que tú loas y versificas? ¡Oh, Paul! Te piedad de mí, que perturben tu grata paz estas palabras de desgarro que te escribo, atiende a mi súplica (sé que te has convertido un ferviente católico, quizá te sea familiar esta oración)…
«Reclamo la libertad gritando a pleno pulmón” «No he hecho todo lo que he hecho para terminar mi vida como figura principal una casa de salud. Merecía algo más que esto.”
¡Oh hermano mío, ahora comprendo que debía haberte escrito en latín! Sí, sí… tú eres aquel joven prometedor patricio de Roma. Cierro los ojos y veo los tuyos, en bronce… prodigiosamente reales, excepcionalmente cercanos…
Perdóname, amado mío…No sé latín… sólo aquella frase de Catulo, que se convirtió en una salmodia. Los días de la suprema destrucción.
Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior.
 (Odio y amo. Por qué hago esto, quizás te preguntes. Lo ignoro, pero así me siento y me torturo.)
Tenemos en común, creo, otra hermana. Pero no logro dar ni con ni su nombre ni con su perfil. Sólo ha venido a verme, en casi tres décadas, una vez. Madre nunca. Madre jamás. Madre dejo de serlo, para convertirse en un verdugo inflexible. En un  juez inapelable y despiadado. Madre me hace pagar el haber mancillado el buen nombre de nuestra familia. Madre me ha devorado, como Saturno como castigo a mi arrojo inaceptable. Madre se come crudas a las bohemias que viven solas y esculpen desnudos, y ambicionan vivir ¡qué audacia! Tal como un hombre.
¿De veras, Paul, no has soñado nunca con la doncella oriental que fundió su alma en el crisol? Es fácil olvidar las leyendas. Se fulmina en muy poco el encomio a los héroes que dieron su vida en el campo de batalla. Se arrinconan ídolos que pasan de moda… se desvanecen músicas y la omisión lo desdibuja todo. Hasta las doncellas. Cuánto más a las amantes. No sabes mucho de poesía, querido Paul, aunque seas poeta; no es fácil morir de pena, aunque así lo proclaméis en un soneto. No es factible, siquiera, morir de desesperación.  Puede tardarse en morir treinta años, entre cuatro paredes.
Yo estoy a salvo: el bronce no se oxida. Quizá todo este abandono se debe a que he muerto. ¿Alguien puede orientarme al respecto? Se lo preguntaré al enfermero Giresse, se lo preguntaré de nuevo, mientras ríe como un jayán y me deja la comida de cada día. ¿Comen  los muertos? ¿se alimentan de algo? Y si he muerto… ¿no sabré ya en qué he finiquitado mi última lágrima clamando la libertad?
A una estación se sucede otra. Mientras la pista de baile se revela infinita. Mientras mi antiguo cuerpo, el de antes de la transverberación, se secaba, ajándose mis pechos y mi vientre, asemejándose más y más a mi propia interpretación de Clotho, que aguardaba, en la dejada mueca de la entrega, que Átropos, por fin, la redimiera del suplicio de vivir como los tristes perros sentenciados tras la rejas, cuando entienden que es inútil el aullido, aun el más lastimero e insistente.
“Mi pobre cabeza está muy enferma y ya no puedo levantarme por la mañana. Esta tarde he recorrido horas sin encontrarte nuestros lugares. ¡Qué dulce me resultaría la muerte! Y qué larga es mi agonía. Por qué no me has esperado en el taller. ¿Dónde vas? cuánto dolor me estaba destinado. Tengo momentos de amnesia en los que sufro menos, pero hoy el dolor permanece implacable. Camille, mi bien amada a pesar de todo, a pesar de la locura que siento acercarse y que será obra tuya, si esto continúa.
¿Por qué no me crees? Abandono mi Salón, la escultura. Si pudiera irme a cualquier parte, a un país en el que olvidara, pero no existe. Hay momentos en que, francamente, creo que te olvidaría. Pero de repente, siento tu terrible poder. Ten piedad malvada. Ya no puedo más, no puedo pasar otro día sin verte. De lo contrario la locura atroz. Se acabó, ya no trabajo, divinidad maléfica, y sin embargo te quiero con furor”.
Eso me escribió Auguste Rodin hacía años. ¡Qué sarcasmo, mentar la locura! ¡Qué befa mordiente!, ¡qué escarnio!, ¡qué embaucadora lengua, sublime y corrosiva! Qué falsedad…
Escupo sobre las palabras, huecas de substancia. Mi arte está lleno de materia. Debe ser muy fácil hilvanar palabras vanas. Ahora, él, el ogro demoledor, la fiera voraz, el inclemente tirano, seguiría creando, posando para las fotos que ilustraran su prestigio, paladeando su gloria, caminando bajo el sol. Quizá, si le place, olfateando el frescor marino de alguna playa en invierno, esbozando nuevos rostros, nuevos músculos, desafiando a su propia capacidad. Viviendo, al fin. Quién sabe si amando.
Eso, lo más inaudito. La mayor estafa.
Así que ahora que soy la mujer de mi bronce todo es más llevadero. Ya no hay nada ni nadie tras las fronteras de mi antiguo hueso frontal, el que cerca el miedo y los pensamientos. Ahora todo se resume en bailar y bailar. Tanto, que la verticalidad se me esfuma en sugerencias de pasión y euforia. En tormentosa y exaltada pasión. Por extraer lo que en ciertas almas se agiganta, se retuerce y se gesta… el vértigo obsesivo de crear.
Y tras el baile, sofocada y risueña, quiero nadar. Que, de una vez por todas, rompa, sobre las tres figuras, la espuma de La bague. Dar brazadas en un mar ácido y anaranjado. Bucear hasta los fondos y dejar una estela de burbujas de champán. Y a cada brazada dejarme las tiras de piel. Despellejarme hasta la médula y convertirme en nada. En fundirme con el mutismo nocturno. A veces, sólo a veces, cuando la oscuridad bañaba la estancia, identificable al milímetro, me apretaba las cuencas de los ojos para hacer destellar tras mis párpados un ramaje furioso de rojos, ocres y amarillos… tal como aquella otra mufla que fue el útero de mi madre, la posterior despiadada, donde me gestó. ¡Ah, qué henchida de orgullo hubiese disfrutado, presumiendo de progenie, si tan sólo Paul y yo nos hubiésemos trocado las cabezas!
Cualquiera de las muchas diosas protectoras de la preñez podían haberse distraído en algo… mientras algún genio aprovechaba para roer la gelatina rosada de mis dedos en embrión y haber nacido lisiada, torpe o pusilánime… que me hubiese hecho crecer presa del marasmo. Triste y solitaria, como el apocado niño Paul. Había renegado muchas veces de mis pobres manos. Esas que patinaron los ángulos de metal que eclosionaban la esencia de la expresión. Había blasfemado también… tantas veces… tras el ruego, la apelación y la rabia…
Esas mismas yemas de los dedos habían calmado tus momentos de duda, las esperanzas truncadas, o la fiebre, la vulgar fiebre que aflige a los mortales, por muy geniales que sean, cuando se enfrían en febrero, en cualquier boulevard de París.
Yo siempre fui más exquisita. Impregnaba de una delicadeza al mármol que él no logró jamás. Y lo sabía.
Pero yo me había apartado del camino establecido. No estaba bien que me dejase las vértebras y el agotamiento encaramada a una escalera, removiendo kilos de arcilla. Hundiendo mis tendones sobre aquella materia inerte que poco a poco me susurraba, cómplice y me hacía estremecer de vehemencia y felicidad. No estaba bien que me creyera nada fuera de los cauces decretados. El producto de mi trabajo, en verdad, daba igual. No podía aspirar a codearme con otros, incluso vulgares o anodinos… que, eso sí, tenían el inmenso privilegio de atusarse los bigotes entre bocanadas de humo. ¿Quién era esa descarada Camille Claudel?
Una díscola, alardeando sobre su propia osadía. Una fracasada, un remedo, una frustrada ante su propia mediocridad. La diferente. No conoce el decoro. Quiso ser libre, qué imprudencia…
¿Quién dictamina la frontera lo que una mujer, una artista o una desequilibrada puede permitirse soñar?
No hay salida. No hay esperanza. No hay absolutamente ahí fuera a quien le interese la incomodidad de mi existencia. Y todo siempre ha dependido del criterio de los demás (qué miedo, qué pavor… ¿puedo aún sorprenderme de que éste y no otro haya sido el resultado?)
Sólo he sido ese molde que luego se desecha. Un medio, un vehículo. Un instrumento. Un metal dúctil. Una ilusa. Lo quise. Tuve fe en mí. Me entregué, inocente, en brazos del delirio. El agravio. El abandono. La traición.
El que brilla, ileso, es él.
Y, probablemente, otros como él. No sé si es justo. Mi vida, tajantemente, absolutamente, no.
 “...no quede yo para siempre en esta nada con barrotes que es la prisión de locos, donde mi madre y todos ustedes me han confinado, por haber tratado de ser Camille y mujer, Camille y artista, Camille y amante y libre.”
"Mi muy querida, caído sobre ambas rodillas ante tu precioso cuerpo que abrazo", me escribió, llorando, Rodin.
Pero ya es tarde. No hay posible perdón. (Y además… era mentira…).
Yo no soy Sakountala. Porque he renacido. Finalmente soy otra Camile.
 Una Camille de bronce.


 


Firma




.


La vieille Hèlene



La prière




Máscara de camille Claudel
 



Jeune femme aux yeux clos






Bustos de niños
Paul Claudel à trente-sept ans


Clotho





Jeune Achille



La valse




Buste de jeune fille


Chienne




Giganti


L´âge mur




L´implorante



Clotho


La Fortune


Camille adolescente




La vague





La petite châtelaine




Sakountala

Buste de Rodin



Jeune romain






Flautista





Montdevergues


==============================================================






=================================================================


Camille Claudel en la casa de salud de Montdevergues en 1929.
No moriría hasta 1943.



5 comentarios:

  1. Diagnostico: mambrusismo

    ResponderEliminar
  2. Un magnífico y sorprendente relato que se ha quedado a medio camino para una portentosa novela.

    ResponderEliminar
  3. Guau. Es que no importa cuántas veces lo leas...

    Este texto está tan portentosamente tallado, con imágenes provistas de tanta fuerza, que funde la conciencia del lector. Participando, así, del delirio en bronce.

    Su único defecto es que termina.

    Felicidades.

    ResponderEliminar
  4. Enhorabuena. Me encanta. Has superado con creces mis expectativas del texto.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

Anticopia