Un frío descaro, una atípica desvergüenza y un respeto
atroz.
Reverencias con las pupilas, los párpados y esa porción de
piel que conecta el dolor del alma y el dolor epidérmico.
Von Stuck. Amazona herida |
Qué mal… ¡pero qué mal, amiga,
nos contaron la Historia, las historias y aun las historietas! A decir verdad
ni siquiera nos explicaron nada.
Y así, del Pleistoceno aquí, tú
y yo, amiga del alma, crecimos y hasta nos hicimos medio viejas, creyendo a
pies juntillas que la vida es chula, como ahora reza una publicidad que propugna un automeneo,
antes de irse, brincando como una cabra hasta la oficina, o que si apuntábamos al niño el lunes de
cuatro a seis en el inglés, al cabo de veinte años se nos hacía un rubio en
trajechaqueta, dirigiendo un bussines del copón. Y mientras, sonreíamos
satisfechas, cándidas y jóvenes pese a todo, entregadas al dulce far niente de
las miradas cómplices en épocas de perfume aterciopelado de butacas de teatro o
de lona de hamaca. Mientras saboreábamos almendrillas garrapiñadas de tontunas
trascendentes y creíamos -¡Dios si lo creíamos!- que con eso estaba ya todo
hecho. Que eso era, esencialmente vivir. (Y, porque además, ¿tú te acuerdas? lo
era).
Nos reíamos a menudo, jugando a
ser Pomona, o las dulces domadoras de jirafas de un edén fragante a terral y
sal. Cuando más que todo y más que nada flotábamos sin esfuerzo en un mar
muerto de inocencia.
Así que allá, por la Era Glacial,
o por el 1254 degustábamos sin prisa la plenitud larga, muy larga… llevándonos
a la boca redondas porciones de mundo, como dulcísimas uvas de candor.
Hasta que una mañana, bajo un
sol atroz, descubrimos hecho carne al viejo Atlas, que escupía salivazos de
improperios mientras una vena le atravesaba la frente, loca por estallar de una
maldita vez.
Justo, tan cerca, en nuestro mismo barrio, tan amable, tan familiar… lleno de bares donde bordar
minutos y hacer encaje de bolillos, así, por placer, con las nubes despatarradas
tras el monte de los fenicios. Blasfemaba las imprecaciones de un carretero con
ahogado furor, cuando ya veía que el mundo se le resbalaba por su lomo animal y
cuando no podía, es verdad que no podía, tirar más de aquella carga. Resollaba
como un buey a medio sacrificio y cuando echaba el bofe sin que aquello tuviera
indicio de final se cagaba en la puta madre que parió al demonio. Y al eco de
aquellas palabras, un halo de respeto se expandía por el aire, y nos
estremecía, impregnándonos de Verdad.
¿Fue entonces cuando entendimos
la falsedad de los mitos? ¿fue cuando asentimos con los ojos como platos en la
mutua aceptación de lo real y lo irreal de cuanto nos habían contado? ¿y de lo
que no nos habían contado también?
A veces sólo un poco borrachas
(como la madre Eva, tan familiar) alcanzábamos a atisbar revelaciones
incuestionables. Con sabor a moscatel intenso y un gitano cantando que… ¿te acuerdas, tú también
te acuerdas, verdad?
Yo me di cuenta, sobria, ya de
forma irrevocable,- creo que te lo conté-, frente al frío de los mostradores de
lácteos del súper de medio pelo. Cuando vi desfilar a todo el Panteón divino,
en busca de los yogures esos que dicen que bajan el colesterol.
¡Ay! Nosotras, que bebimos y
vomitamos sueños y hartazgo, empachera y emoción en la mismísima taberna de
Marlbrough, que se fue a la guerra, mire usté mire usté qué pena…
Y resultaba que la guerra
también era verdad. Lo mismo que Atlas, que aguantaba con el pescuezo de un
monstruoso costalero un calvario descomunal.
Y Níobe, la madre que sintió
tan insoportable dolor que, deshecha en lágrimas, quedó inmóvil y terminó
convertida en piedra, como había suplicado a Zeus. Creímos que no era, que no podía
ser verdad. Y sin embargo Níobe, ahí, en esa otra calle tan bonita, que tú y yo
bien conocemos…
Una tarde me quedé dormida y
desperté con la indigestión de unas fauces intentando partirme por la mitad. Y
entre las arcadas que la opresión provocaba en mi estómago y el sudor frío del
malestar, dudando aún, mucho tiempo, de si permanecía en la orilla de Oniro, me
sorprendí en el mismísimo imperio de Pentesilea. Yo misma, jadeante, bailé con
ellas y me calenté en el fuego de su campamento. Y al tocarlas y sentirlas
latir, constaté que eran tan reales como yo.
Y en el transcurso de un interminable amanecer en que me ahogaba aquel despiadado
cinturón, nos contamos lances de
combates, cuando ignoraba que yo ¡yo! Tenía también escaramuzas que contar.
Y no eran las marimachos
crueles, matahombres y salvajes. Aunque les habían crecido cojones a racimos, a
fuerza de ovarios (¿a quién podría parecer una contradicción?). Y a semejanza
de las mejillas de arenisca de la estatua de las ninfas dolientes, había surcos
antiguos de lágrimas que habían dado lugar a un manantial de amargo infortunio.
Cada una, en su trozo de campo, a solas había aullado de dolor. Como las lobas
en su cubil, heridas, temibles y desgarradas.
Así que, pedí por piedad que me
aflojasen aquel cinturón intolerable, que se me hincaba en las costillas y que
me hacía astillarme las uñas en el vano empeño de arrancármelo. Porque quemaba…
quemaba mucho y temía, toda yo, arder.
Y las amazonas, sencillas y
expertas, me dejaron también a solas, sabiendo, como viejas sacerdotisas, que nadie
puede parir criatura alguna más que a solas consigo misma.
Así que, como en un rito
iniciático (siempre hay sangre), me introduje en la taumaturgia de convertirme
en una de ellas. Preguntando cuándo y cómo había que empezar a comerse a
hombres crudos, suscitando sonrisillas de matronas curtidas, porque los hombres
ya se suelen devorar entre sí. Sin necesidad de apuntarles al cuello, a carrera
abierta. No era cierto que las amazonas gozasen abriendo en canal a hoplitas
poco diestros… cualquier mujer, hasta la más salvaje, amaga un gesto maternal
ante la vulnerabilidad de un varón.
No eran, no somos, las
tiparracas montaraces y bestiales que nos habían contado (tan mal, tan mal…).
A veces, hurgando en los más
íntimos estratos del ser, se topa una con tiernos hallazgos que pertenecen a la
adivinación, en la humilde arqueología de un libro de cuentos.
Yo presentí (¿ocurren epifanías
a los diez años?) la belleza inerme de Hipólita, hermosa y dejada. Inconsciente,
a merced de la brutalidad de Hércules, que acaso ya la había asesinado. Me
quedaba absorta, os lo juro, en la lámina de uno de aquellos libros de tapas
ocres, en los que aprendí casi todo lo que sé y que ahora traduzco como la
malévola verdad disfrazada de un inofensivo cuento.
Incluso me pareció admirable el
cinturón, con engarces de joyas de diverso color y significado. Lo cierto es
que a día de hoy jamás, jamás lo deseé, como la caprichosa Admete. Pero lo
siento, maldito, adherido a mí.
Así que, hermana, nos desesperamos
antes, nos desesperamos hoy y nos desesperaremos mañana ante la imposibilidad
de arrancárnoslo de nuestras entrañas y nuestros pensamientos. Y pasamos antes,
pasamos ahora y pasaremos después noches enteras, intentando una y otra vez,
con denuedo inútil desengarzar, siquiera el granate oscuro del temor.
Y a la postre, descansaremos en
duermevela, por si aún antes de clarear el día suena el cuerno del combate.
Y allá que iremos, cabalgando
sobre yeguas feroces o sobre mastines de fuego . Allá iremos. Pero no por ser
valientes, no por dejar nuestros nombres en el escudo que loa a las heroínas,
no por indomables, no por bravías, no por guerreras…
¿Qué otra cosa, dime, podemos
hacer?
Prometimos, prometemos y
prometeremos obediencia marcial para manejar el arco, la lanza o las mismísimas
garras. Y nos tiraremos, como leonas nubias, a lo que sea. ¿Me oyes? ¡a lo que
sea! Para narrar, luego, en torno al fuego castrense, las incidencias de la
refriega. Contar, a las bisoñas y advenedizas cómo se pasa desapercibida,
quieta y paciente, en la angosta trinchera espacial que ametralla incansable
(pacópacópacópacópacópacó) para rastrear nuestros recónditos mapas, mientras ya
sabemos contener la respiración, como los yoguis que no pierden el control, e
imaginamos lebreles libres y felices corriendo a cámara lenta por la arena de
una playa azul, donde las olas, esas que ¡tanto! y tanto amamos, explotan en
silencio, como lacrimales encendidos.
Y si la batalla arrecia,
invocaremos al mártir Sebastián, o rezaremos al santo Prometeo. Que cuando el
dolor aprieta poco importa distinguir entre aureolas o cimeras.
Prometeo encadenado. Moreau. |
San Sebastián . Mantegna. |
Y entonaremos un peán estremeciendo el aire al golpear los escudos con nuestras espadas, tras
el banderín de Olalla, esa que ondea bordada con los ojos vueltos al cielo.
Il martirio di Sant ´Agata. Giovanni BattistaTiépolo. |
Y rugir. Rugir con ira o con
pavor.
(El rugido es fuerza)
Pero que no quiero dogmas. No
quiero lecciones. Prefiero el exabrupto, como Atlas, que se sigue cagando en la
puta madre que parió al demonio. No quiero mitos. Falsedades. Cuentos. Pamplinas.
Que nos contaron muy mal todo
esto… o a decir verdad, no nos contaron nada y además ya, ¿qué más da? Está
visto que hay que improvisar. No nos enseñaron nada…
Y la única verdad, tú lo
dijiste, porque siempre fuiste sabia, es que no.
No contábamos con esto…
Godward |
La fluidez del relato , el resabio clásico que emana y su belleza sonora hace me ha hecho leerlo varias veces para deleitarme a pesar de la brevedad del texto. Me encanta.
ResponderEliminarGracias, amigo. Me lees con buenos ojos. Pero viniendo de ti doblemente lo agradezco, que ambos sabemos lo que es lidiar en la arena de las palabras.
ResponderEliminar¿Cuál fue primero? ¿La guerra en la que nos envuelve el genio Mahler o la guerra en la que nos sumerge el relato? Debe ser que ambas se libraron a la vez...
ResponderEliminarSublime.